El trayecto de vuelta a casa era un hervidero silencioso, cada mirada robada a Dione, cada roce fortuito de nuestros muslos tensos, encendiendo una chispa de anhelo que amenazaba con consumirnos por completo la estaba esperando fuera del aeropuerto la vi salir de la mano con Cecil y me faltó poco para ir corriendo a besarla. La extrañaba hasta el tuétano, la ausencia de su calor y su risa dejando un vacío helado en mi pecho. Ahora, tenerla de vuelta, sentir su respiración cerca, era un alivio embriagador, casi doloroso.
Al cerrar la puerta del penthouse con un golpe sordo, la urgencia nos asaltó como una fiera hambrienta. No hubo palabras superfluas, solo la desesperación muda en sus ojos oscuros reflejada en los míos. La distancia de los últimos días se desvaneció en un instante, reemplazada por la necesidad primordial de fundirnos en uno solo.
Sus manos temblorosas buscaron mi rostro, sus dedos trazando las líneas angulosas de mi mandíbula con una delicadeza febril, como si grabaran cada centímetro en su memoria. Sus labios se estrellaron contra los míos en un beso voraz, una explosión de anhelo contenido y un perdón tácito que quemaba. Era un beso hambriento, posesivo, que hablaba de la soledad insoportable de la separación y la alegría embriagadora del reencuentro. Mi cuerpo reaccionó al instante, la sangre ardiendo con una excitación casi dolorosa, tensando cada fibra de mi ser.
La levanté en mis brazos sin esfuerzo, sus piernas delgadas enroscándose alrededor de mi cintura con una fuerza sorprendente mientras seguíamos besándonos con una intensidad creciente, nuestros jadeos incipientes mezclándose en la quietud de la noche. La blusa de seda color champán que apenas cubría su piel se deslizó de sus hombros como una ofrenda impaciente, revelando la curva suave de su espalda y el nacimiento de sus senos, la visión que tanto había atormentado mis sueños solitarios.
En el dormitorio, la deposité suavemente sobre el colchón, pero la impaciencia nos impidió detenernos. Sus manos ávidas desabrocharon los botones de mi camisa con una premura temblorosa, sus uñas arañando ligeramente mi pecho mientras buscaba desesperadamente el contacto directo con mi piel. El roce fue una descarga eléctrica, un recordatorio visceral de la conexión profunda que trascendía las palabras.
Me despojé de mi ropa con la misma urgencia ciega, mis ojos fijos en su cuerpo desnudo bajo la pálida luz de la luna que se filtraba por el ventanal, iluminando cada curva perfecta que conocía tan íntimamente. Era una visión que encendía un fuego salvaje en mis entrañas, un mapa de placer grabado a fuego en mi memoria.
Me arrodillé entre sus piernas abiertas, mi boca buscando la calidez húmeda que tanto había anhelado saborear. Su aliento se entrecortó en un jadeo tembloroso cuando mis labios rozaron su entrada, y un gemido bajo y ronco escapó de su garganta. La sentí tensarse y arquearse ligeramente bajo mi tacto, su cuerpo respondiendo al mío con una sincronía instintiva y excitante.
Cuando finalmente la penetré, la sensación fue abrumadora, un alivio profundo mezclado con una excitación casi insoportable. Nos movimos juntos con una urgencia desesperada, nuestros cuerpos buscando la fusión completa, la unión que la distancia había intentado romper. Cada embestida era una declaración silenciosa de nuestro amor, una promesa tácita grabada en cada roce de piel contra piel, de no volver a permitir que nada nos separara.
Sus uñas se clavaron en mi espalda, marcando senderos de fuego mientras alcanzábamos el clímax juntos, nuestros gritos ahogados resonando en la oscuridad como un testimonio salvaje de nuestro reencuentro. -“¡Ah, Leo…!” jadeó, su cuerpo temblando convulsivamente alrededor del mío. Nos abrazamos con fuerza, nuestros cuerpos empapados en sudor, nuestros corazones latiendo al unísono en un ritmo frenético. La tensión de los últimos días se disipó por completo, reemplazada por la paz profunda y embriagadora de la reconciliación física y emocional.
Mientras yacíamos abrazados en la oscuridad, su respiración suave y agitada contra mi cuello, una nueva oleada de amor y ternura me invadió, inundando cada rincón de mi ser. Esta mujer era mi todo, mi ancla en la tormenta, el centro de mi universo. Y esa noche, en la urgencia salvaje de nuestro reencuentro, sentí con una certeza inquebrantable que nuestro futuro estaba entrelazado para siempre, sellado por el fuego del deseo y la promesa silenciosa de un amor eterno. Poco sabía que, en ese mismo instante de profunda intimidad, un nuevo futuro, inesperado y maravilloso, comenzaba a florecer en secreto entre nosotros, un futuro que cambiaría nuestras vidas para siempre.
La mañana siguiente… Dios mío, la mañana siguiente. Llegué al trabajo con una inexplicable sonrisa de idiota pegada al rostro y casi cuatro horas de retraso. La culpa, bendita culpa, la tenía una mujer pegajosa, una criatura celestial que parecía haberse adherido a mí como una segunda piel, negándose rotundamente a soltarme de su abrazo. Pensé en los momentos previos a mi partida, en el torbellino de caricias y besos robados, y una sonrisa tonta se dibujó nuevamente en mis labios. Negué con la cabeza, incrédulo ante la dicha desmedida que Dione era capaz de generar en mi existencia.
Recordé el despertar… más que un despertar, una epifanía sensorial. Creí estar inmerso en un sueño, uno de esos sueños vívidos y maravillosos que te dejan con una sensación de dicha persistente. Pero la calidez innegable, el tacto húmedo y suave… cuando abrí los ojos y levanté la sábana, la vi. Dione, arrodillada a la orilla de la cama, dedicándome una atención matutina que superaba cualquier fantasía. El mejor despertar de mi vida, sin lugar a dudas. Todavía me estremecía al recordarlo.
Luego, como si esa ofrenda matutina no fuera suficiente para perturbar mi ya alterado equilibrio, se había subido a horcajadas sobre mí, su mirada traviesa y sus movimientos… divinos. “No puedo permitir que este hermoso espécimen despierte y yo no haga nada al respecto,” había dicho con una sonrisa pícara, refiriéndose a mi… virilidad matutina. Me había llevado al borde del abismo una y otra vez, cabalgando con una maestría que me había dejado sin aliento y con una sensación de plenitud nunca antes experimentada. Me había corrido como un adolescente enamorado, embriagado por esa diosa montada sobre mí.