Estaba acurrucada en el sofá, hojeando una revista sin realmente concentrarme, cuando sonó mi teléfono. Era Cecil, su voz rebosante de una excitación contagiosa que contrastaba con su reciente angustia.
-“¡Dione, no te vas a creer lo que te voy a contar!” exclamó sin preámbulos.
-“Pues me encontré ayer en el bar, a ese espécimen de hombre, Alex” continuó Cecil con un tono misterioso. -“Estaba con una mujer… ¡madre mía, Dione, una diosa! Pero de repente, la diosa en cuestión le tiró su copa entera en la cara y se levantó hecha una furia.”
Solté una carcajada. -“¡¿Qué?! ¿Y qué pasó?”
-“Pues yo estaba allí, esperando a un chico con el que había quedado, que por cierto nunca apareció. Así que, como el panorama estaba interesante, me acerqué a la mesa de Alex y… bueno, tomé asiento.” Su tono se volvió pícaro. -“No sé si mi cita llegó o no, solo sé que me quedé platicando con el guapo toda la noche. Y quedamos de vernos otra vez… ¡esta noche!”
No podía creer lo que estaba escuchando. Cecil y Alex… sin duda eran tal para cual. Sentí una punzada de lástima por Alex, aunque sabía que probablemente se lo merecía. -“Cecil, no sé qué decirte. Ustedes dos…”
-“Lo sé, somos dinamita,” interrumpió Cecil con una risita. -“Pero dejando de lado mis conquistas… ¿cuándo te vas a dignar a decirle a Leonidas que está embarazado? ¡Y cómo es posible que no se haya dado cuenta todavía! ¿Acaso vive en una burbuja o que?”
Suspiré. -“No tengo malestares fuertes aún. El doctor dijo que es muy pronto, ni siquiera es tiempo de la primera ecografía. Pero sí, pronto se lo diré. Solo que… estoy un poco asustada. No sé cómo se lo va a tomar.”
-“¡Ay, por favor, Dione!” exclamó Cecil con impaciencia. -“¡Miedos infundados! ¡El señor Tequila se va a poner más feliz que un niño con un camión de helados!”
-“¿De verdad te gusta Alex?” pregunté, cambiando de tema para evitar mis propios nervios. -“Después de tan poco tiempo de terminar con… ya sabes, el sin pelotas.”
-“Cariño, soy una mujer que se repone rápido de las decepciones,” respondió Cecil con una teatralidad divertida. -“Soy una mujer maravilla. Me lo digo a mí misma para animarme.” Ambas reímos.
Unos minutos después, terminamos la llamada. Me quedé pensando en lo impredecible que era la vida, en los giros inesperados que nos ofrecía. Justo cuando me levantaba para prepararme un té, sonó el timbre. Para mi asombro, era un repartidor con un precioso ramo de crisantemos blancos, mis favoritos. La nota adjunta, escrita con la caligrafía elegante de Leonidas, me invitaba a cenar mañana por la noche. Mi corazón dio un vuelco.
Apenas había dejado las flores sobre la mesa cuando volvió a sonar el timbre. Esta vez era otro mensajero, con una caja grande y un poco pesada. Di las gracias, cerré la puerta y la abrí con curiosidad. Dentro, envuelto en papel de seda, estaba el vestido más exquisito que mis ojos habían visto jamás: un diseño elegante en un tono azul profundo. Más al fondo, encontré un bolso de mano a juego, unas sandalias de tacón delicadas y un estuche pequeño. Al abrirlo, me encontré con un collar y unos aretes a juego, deslumbrantes diamantes que brillaban con una luz propia.
Las lágrimas se me saltaron a los ojos, abrumada por la emoción y la maravillosa generosidad de Leonidas. En la tarjeta de las flores, al final de la nota, había una posdata: “Diego pasará por ti a las 7 de la noche.”
Coloqué cuidadosamente todo dentro de la caja, sintiendo una oleada de amor y gratitud hacia Leonidas. Tomé una foto rápida de los regalos y se la envié a Cecil, quien me devolvió la llamada casi al instante, su voz llena de emoción. -“¡Dione! ¡Madre mía! ¡Mañana voy a tu casa a ayudarte a arreglarte! ¡Te vas a ver como una reina!”
Sonreí, sintiendo una mezcla de anticipación y nerviosismo ante la cena de mañana. Sabía que tenía que decirle a Leonidas lo del bebé. Y esperaba, con todo mi corazón, que la reacción del señor Tequila fuera tan entusiasta como Cecil predecía.
La mañana siguiente la dediqué por completo a consentirme. Necesitaba sentirme renovada, fresca, lista para la noche especial que Leonidas había planeado. Fui temprano a mi salón de belleza de confianza y me sometí a una sesión intensiva. La depilación en piernas y la zona íntima era una necesidad apremiante; odiaba esa sensación áspera, esa falta de suavidad que me incomodaba. También me arreglaron las cejas, dándoles la forma perfecta que enmarcaba mis ojos, y me hicieron el pelo y las uñas las manos y lo pies . Cuando salí del salón, sentía mi piel como seda pura, lista para ser acariciada.
De vuelta en casa, almorcé algo ligero, una ensalada fresca y un poco de fruta. Últimamente, el cansancio me invadía con más frecuencia de lo habitual, así que me permití una pequeña siesta reparadora. Estaba disfrutando de una taza de té relajante cuando Cecil irrumpió en mi apartamento alrededor de las cuatro de la tarde. Ni siquiera me saludó con su habitual efusividad; simplemente pasó de largo y se dirigió directamente a mi habitación.
La encontré contemplando el vestido azul profundo que había extendido cuidadosamente sobre la cama, admirándolo como si fuera una obra de arte invaluable. Sus ojos brillaban con fascinación. -“¡Dione, esto es espectacular!” exclamó con un suspiro. -“Ve a ducharte ya. Mientras te arreglas, te cuento con pelos y señales cómo me fue anoche con el señor Encanto. Empezaremos a maquillarte a las cinco y media, así tendrás tiempo de estar perfecta para cuando te recojan a las siete.”
Mientras el agua caliente acariciaba mi piel, Cecil, sentada cómodamente en el borde del inodoro, me relató con lujo de detalles su maravillosa cena con Alex. Me contó cómo la había llevado a un restaurante elegante con una atmósfera romántica, cómo había sido atento y caballeroso en cada momento. Luego, la había llevado a Eclipse, el mismo club donde Leonidas y yo nos habíamos conocido, un recuerdo que nos hizo sonreír a ambas. Mientras me enjabonaba el cuerpo Cecil seguía divagando sobre lo sorprendentemente encantador que era Alex, a pesar de su brusquedad inicial. Su entusiasmo era contagioso, y aunque me reía de sus ocurrencias, su alegría genuina me ayudaba a calmar los nervios que comenzaban a revolotear en mi estómago ante la inminente cena con Leonidas.