FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 24

La cima del edificio se había transformado en un edén secreto, un santuario personal donde el cielo estrellado parecía descender para abrazar la ciudad. Pocos conocían este rincón privilegiado, una terraza ajardinada que ofrecía una de las vistas más espectaculares de la metrópolis, un tapiz de luces titilantes que se extendía como un manto de diamantes hasta el horizonte lejano. Para esta noche, la habían adornado con esmero: guirnaldas de luces cálidas enroscándose en las glicinas y rosales trepadores, farolillos de cristal proyectando suaves halos de luz sobre los senderos de piedra, y en el centro, una mesa vestida con un mantel de lino blanco, candelabros de plata reluciendo bajo la luz de las estrellas y dos sillas elegantemente dispuestas, esperando el momento culminante.

Esta era la noche. La noche en que sellaría mi amor por Dione, en que le revelaría la profundidad de mis sentimientos, la importancia trascendental que había adquirido en mi vida. Un nerviosismo inusual, una mezcla de anticipación y una punzada casi infantil de incertidumbre, revoloteaba en mi estómago. Pero la imagen de su rostro iluminándose con la sorpresa, con la maravilla, superaba cualquier atisbo de duda.

El suave murmullo del ascensor ascendiendo por el hueco resonó en el silencio de la noche. Me levanté de mi asiento, acercándome al umbral para ser la primera visión que sus ojos encontraran al abrirse las puertas. Y entonces, la vi. Dione. Más deslumbrante que la constelación más brillante, si tal cosa era humanamente posible. Su vestido azul profundo realzaba el brillo de sus ojos, y al contemplar el escenario que había preparado, su rostro se iluminó con un asombro puro y genuino. Me dedicó una sonrisa… una sonrisa que irradiaba una belleza tan intensa que eclipsó todas las luces de la ciudad juntas.

La tomé en mis brazos al instante, reteniéndola cerca por un instante precioso, aspirando el aroma dulce y familiar de su piel, sintiendo la calidez reconfortante de su abrazo. Luego, la guié suavemente hacia la mesa, apartando su silla con una delicadeza que incluso a mí me sorprendió. Tomé asiento frente a ella, observándola mientras sus ojos recorrían el jardín iluminado, buscando las palabras adecuadas para expresar su sorpresa. Finalmente, con todo el amor y la ternura reflejados en su mirada, preguntó en un susurro suave: -“¿Qué es todo esto, Leo?”

-“Una cena especial,” respondí con una sonrisa que intentaba ocultar mi creciente nerviosismo.

-“¿Por qué motivo?” Su curiosidad era palpable, sus ojos inquisitivos brillaban bajo la luz de las velas.

-“Porque mereces noches así, Dione. Todas las noches. Mereces sentirte especial, amada, cada segundo de cada día.”

Comenzó a relatarme con entusiasmo el encuentro de la noche anterior entre Cecil y Alex, la cena inesperada, el baile improvisado, la forma en que Cecil describía a mi amigo con una mezcla de sorpresa y admiración, calificándolo de “maravilloso”. Su risa, ese sonido melodioso que se había convertido en la banda sonora de mi vida, llenó el aire nocturno, disipando cualquier tensión. -“Parece que a Cecil sí que le gusta Alex,” comenté, divertido al imaginar la improbable pareja. -“Aunque mi amigo siempre ha tenido un tipo… ya sabes, esas chicas… digamos, más reservadas. Estiradas.”

Dione negó con la cabeza, muerta de risa ante mi descripción. -“¡Cecil! ¿Reservada? ¡Por favor, Leo! Esa mujer es un torbellino. Ya quisiera ver yo a esos dos juntos. Va a ser un espectáculo digno de ver.”

Terminamos de cenar entre conversaciones animadas y confidencias susurradas, el ambiente mágico de la azotea intensificando cada palabra, cada mirada cargada de afecto. Cuando mi reloj marcó la hora señalada, me levanté de mi asiento, sintiendo la mirada de Dione fija en cada uno de mis movimientos, su curiosidad creciendo con cada paso que daba. Caminé hacia ella, tomé su mano suave y la guié hasta un punto específico de la terraza, donde la luz de las farolas la bañaba con un resplandor dorado.

De repente, un zumbido suave y creciente llenó el aire. Miles de pequeños drones, apenas visibles contra el cielo oscuro, ascendieron desde los edificios circundantes, iluminando la noche con una coreografía sincronizada que dejó a Dione boquiabierta. El espectáculo comenzó. Ante nuestros ojos asombrados, en el lienzo oscuro del cielo nocturno, los drones trazaron con luces brillantes cada momento significativo de nuestra historia: nuestro fortuito encuentro en el avión, nuestras primeras citas torpes y llenas de nerviosismo, nuestros besos robados bajo la luz de la luna, nuestras risas compartidas que habían construido un puente entre nuestros mundos. Y entonces, la imagen final se formó majestuosamente sobre nosotros: un hombre arrodillado, extendiendo sus manos hacia una mujer con las manos cubriendo su boca en señal de asombro, y las palabras “Cásate conmigo” brillando intensamente sobre ellos, como un decreto celestial.

Las lágrimas corrían libremente por el rostro de Dione mientras contemplaba el espectáculo, las luces centelleantes reflejándose en sus ojos brillantes, mostrando la profundidad de su maravilla y emoción. Me coloqué detrás de ella, mi corazón latiendo con una fuerza que casi podía sentir en mis oídos. Cuando finalmente se giró para verme, allí estaba yo, de rodillas, con el anillo de mi madre extendido hacia ella, la joya brillando bajo la luz de las estrellas.

-“Dione,” mi voz temblaba ligeramente, embargada por la emoción del momento.- “Te entrego mi corazón, mi alma, mi vida entera. Todo lo que soy y todo lo que aspiro a ser. La familia que anhelo construir contigo, un hogar lleno de amor y risas. Todo de mí… es tuyo.”

Sus lágrimas caían libremente mientras asentía repetidamente, su voz apenas un susurro entrecortado por la emoción. -“Te amo, Leonidas. Eres todo lo que siempre soñé, lo que siempre esperé. Sí. Sí, quiero envejecer contigo. Quiero pasar cada día de mi vida a tu lado.” Y luego, con una sonrisa radiante entre las lágrimas, aliviando la tensión sagrada del momento. Deslicé el anillo en su dedo, sellando nuestra promesa bajo el cielo estrellado con un beso profundo, un beso que contenía toda la pasión y el amor que sentía por ella.




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