Perspectiva de Tamara:
Los días se arrastraban con la lentitud exasperante de una tortura. Cada amanecer era un recordatorio cruel de la felicidad que me había sido arrebatada, de la mujer insignificante que ahora portaba el anillo que debería haber estado en mi dedo. Las redes sociales de Leonidas se habían convertido en mi peor pesadilla, una ventana obscena a la felicidad que nunca sería mía.
El video… ese maldito video. Parecía sacado de una película cursi, mostrando la reacción exagerada de esa… esa mujer ante la ridícula sorpresa de los drones. Su rostro iluminado por la falsa maravilla, sus lágrimas de supuesta emoción… todo me revolvía el estómago. Y luego, la foto posterior, ellos dos abrazados, irradiando una felicidad nauseabunda. “Mi prometida,” había escrito él, como si clavara un puñal en mi corazón. ¡Mío! ¡Él era mío! Esa zorra creía que se quedaría con lo que me pertenecía por derecho.
La prensa estaba enloquecida, sedienta de cada detalle de esa patraña de historia de amor. Las revistas de cotilleo no paraban de ensalzar la belleza vulgar de la intrusa, la “bella pareja” que formaban el multimillonario y su… ¿qué era ella? ¿Una simple azafata? Nadie parecía dudar de esa unión grotesca, nadie excepto yo.
Venir al trabajo se había convertido en un suplicio diario. Cada rostro sonriente de mis compañeros, cada felicitación hipócrita, era un recordatorio punzante de mi humillación. Los chismes circulaban como un virus, alimentados por mis propias insinuaciones del pasado. ¡Era su culpa! A veces, sin querer, había dejado entrever una cercanía con Leonidas, aprovechándome de su indiferencia hacia las demás empleadas. Nunca lo había dicho directamente, pero un comentario ambiguo aquí, una mirada significativa allá… la gente había sacado sus propias conclusiones, y yo nunca me había molestado en corregirlos. Ahora, quedaba como una idiota, la tonta que se había creído algo que nunca existió. ¡Odiaba a esa perra!
Tenía que desaparecerla del planeta. Él era mío. ¡Mío! Yo lo vi primero, yo lo conocí antes. Verlo en esa entrevista, hablando con esa cursilería empalagosa de su “reciente compromiso”, lleno de un amor que debería haberme dedicado a mí, me provocaba arcadas de envidia. ¡Tenía que ser yo la destinataria de esas palabras melosas!
Pero pronto sabría lo que era el infierno. Porque para allá mismo la llevaría. Él volvería a mí, lo sé. Y ella… ella pagaría por haberme robado lo que era mío. La paciencia no era una de mis virtudes, pero la venganza… la venganza era un plato que se servía frío, y yo estaba preparando el menú. Su felicidad efímera pronto se convertiría en su peor pesadilla.