Los días posteriores a nuestra promesa habían transcurrido en una especie de burbuja de felicidad, un torbellino de preparativos para la boda que se sentía cada vez más real y tangible. Dione irradiaba una alegría contagiosa que me envolvía por completo, llenando cada rincón de mi vida con su luz. Sin embargo, esta mañana en particular, una sombra de preocupación se había colado en mi dicha. Un viaje de negocios ineludible se cernía sobre mí, Tamara debía acompañarme. La ironía no escapaba a mi atención: justo después en que Dione tenía programada su primera ecografía, un momento que anhelaba compartir íntimamente con ella, el trabajo me obligaba a alejarme.
Salí de la oficina al mediodía, con el corazón dividido entre la responsabilidad profesional y el anhelo profundo de estar al lado de mi prometida en un momento tan significativo. La recogí en su apartamento, y mientras nos dirigíamos al hospital en un silencio cargado de emociones contenidas, noté una sutil pero inconfundible tristeza velando sus hermosos ojos. -“¿Por qué tienes que irte, Leo?” preguntó en un susurro apenas audible, su voz cargada de una melancolía que resonó profundamente en mi propio pesar. -“Te voy a extrañar mucho.”
Tomé su mano entre las mías, sintiendo su delicada frialdad, y la besé suavemente, intentando transmitirle a través del contacto físico todo el amor y la promesa de mi pronto regreso. -“Y yo a ti, mi amor,” respondí con una calidez que esperaba la reconfortara. -“Te extraño cada vez que te vas de viaje por trabajo, aunque sean solo unos días... ¿Y vas a seguir trabajando en este estado?” pregunté con una mezcla de genuina preocupación por su bienestar y una punzada de curiosidad por sus planes futuros.
Dione levantó la barbilla con una determinación que siempre me había fascinado. -“Soy más que capaz de trabajar, Leonidas. Si tantas mujeres lo hacen estando embarazadas, yo también puedo. No soy una inválida. Pero…” hizo una pequeña pausa, su voz suavizándose ligeramente - “…cada día me siento más cansada, y el sueño me vence con una facilidad alarmante. Mi último turno de verdad que lo pasé mal, luchando contra las náuseas y el agotamiento. Podría permitirme dejar de trabajar y dedicarme a vagar por la casa y gastar alegremente tu dinero, para algo tiene que servir ser la esposa de un millonario,” añadió con una sonrisa traviesa que iluminó brevemente su rostro.
Su comentario, tan característicamente desinteresado, me hizo soltar una carcajada sonora. Dione era la persona menos materialista que conocía; su independencia y su espíritu trabajador eran parte de lo que la hacía tan especial. -“Gasta todo lo que quieras, mi vida. Cada centavo que tengo es tuyo, y tu bienestar es mi mayor prioridad.”
-“Ya pronto termino de empacar todas mis cosas para mudarme contigo de forma oficial,” dijo, sus ojos brillando con una anticipación que compartía profundamente.
-“¿Ah, sí?” la molesté con una sonrisa juguetona. -“Me lo estoy pensando seriamente. Tu desorden podría ser un problema.”
Ella me lanzó una mirada divertida. -“Ya es tarde para arrepentirte, Holfman,” replicó con una risita contagiosa. -“No te podrás deshacer de mí tan fácilmente, este anillo sello nuestra unión para siempre sin devoluciones. Soy como el buen vino, mejoro con el tiempo… y me vuelvo indispensable.”
En ese momento, para mi sorpresa, Dione entabló una conversación animada y fluida con Diego, nuestro chofer habitual, un hombre de pocas palabras que rara vez pronunciaba más de dos frases seguidas a menos que fueran estrictamente necesarias para el trabajo. Me quedé genuinamente impresionado. -“Es increíble la facilidad con la que hablas con Diego,” le comenté, observando cómo ambos reían por algo que él había dicho en voz baja. -“Nunca lo he oído decir más de un cortés ‘buenos días’ y un formal ‘a sus órdenes’.”
Diego sonrió levemente a través del espejo retrovisor, una rara muestra de jovialidad.
“Es que Diego en el fondo es un alma sensible,” dijo Dione con un tono juguetón. -“Solo necesita un poco de… persuasión femenina para salir de su caparazón. Si no fuera por mí, probablemente seguiría comunicándose solo con gruñidos.”
Fingí ofenderme por su comentario sobre mi parco chofer, pero en realidad me hizo mucha gracia su capacidad para conectar con personas tan diferentes. Llegamos al consultorio del doctor y entramos. Era un lugar que irradiaba privacidad y discreción, sin la habitual multitud de pacientes ansiosos en la sala de espera.
Dione se dirigió con una calma sorprendente a la recepción y entregó sus documentos. La recepcionista, con una sonrisa amable, nos indicó que tomáramos asiento; una enfermera vendría a buscarnos en breve. Nos sentamos uno al lado del otro, y tomé sus manos entre las mías, sintiendo la persistente frialdad que indicaba su nerviosismo. Las besé suavemente, intentando transmitirle mi apoyo silencioso.
Pocos minutos después, una enfermera vestida de azul celeste salió de una puerta lateral y mencionó el apellido de Dione con una voz suave. Nos levantamos juntos, entrelazando nuestras manos. La enfermera me indicó un pequeño banco de madera adosado a la pared, justo al lado de una camilla cubierta con una sábana blanca. A Dione le pidió con dulzura que se cambiara detrás de un biombo de tela estampada y se acostara en la camilla cuando estuviera lista, asegurándole que el doctor estaría con nosotros en un momento. Luego, se retiró, dejándonos solos en un silencio expectante.
Permanecimos así, en un silencio cargado de emociones, solo una de sus manos aferrada a la mía, buscando consuelo. En ese momento, la puerta se abrió nuevamente, revelando a un doctor de unos sesenta años, con canas elegantes en las sienes y una sonrisa cálida y paternal. Saludó a Dione con una familiaridad que me sorprendió; se abrazaron brevemente y se llamaron por sus nombres de pila: Jeff y Dione. Ella me lo presentó formalmente: Jeff Harrington.