FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 27

El jet privado se elevaba sobre las nubes, dejando atrás el recuerdo aún fresco del latido de nuestro hijo y la calidez del abrazo de Dione. La semana que se extendía ante mí, repleta de reuniones y negociaciones en Japón, se sentía como una condena autoimpuesta, una eternidad sin la luz de su sonrisa, sin la melodía de su risa llenando mis días. Con Tamara sentada frente a mí, la formalidad de los documentos de trabajo actuaba como una barrera frágil contra la constante intrusión de mis pensamientos hacia Dione, hacia la imagen imborrable de su rostro bañado en lágrimas de alegría al escuchar el latido de nuestro bebé.

Terminamos de repasar la agenda y los puntos clave de las reuniones, un silencio profesional llenando la cabina hasta que la azafata nos sirvió el almuerzo. Le ofrecí una sonrisa sincera y un agradecimiento genuino, una costumbre que había florecido en mí desde que Dione había llegado a mi vida, abriéndome los ojos a la dedicación y el esfuerzo de cada persona que contribuía a mi bienestar, desde la tripulación de mi avión hasta el último empleado de mi empresa.

La azafata regresó poco después para retirar los platos vacíos. Al inclinarse para recoger el de Tamara, un desafortunado accidente ocurrió: el tenedor que sostenía resbaló de su mano y cayó con un ligero tintineo sobre el elegante traje de mi asistente. La reacción de Tamara fue instantánea y desproporcionada. Su mirada, gélida e implacable, se clavó en la joven, y su voz, usualmente controlada y profesional, destiló un desprecio hiriente al reprenderla. “¡Por favor, tenga más cuidado! Fíjese bien en lo que hace,” siseó, sin molestarse en disimular su irritación. La escena me recordó vívidamente la frialdad y la condescendencia que Dione me había relatado haber experimentado en sus interacciones con Tamara. La azafata, visiblemente avergonzada y apenada, se disculpó repetidamente, su rostro palideciendo ante la furia silenciosa de Tamara, quien ni siquiera se dignó a mirarla. Intervine de inmediato, diciéndole a la joven que no se preocupara, que eran accidentes que podían ocurrir, y le agradecí nuevamente su servicio con una calidez que esperaba contrastara con la actitud de mi asistente.

Una vez que la azafata se hubo retirado, dejando tras de sí una atmósfera tensa, me dirigí a Tamara, la curiosidad y una creciente sensación de inquietud carcomiéndome. -“Tamara, noté una tensión muy extraña entre tú y Dione en la oficina ayer. Parecía haber una hostilidad latente. ¿Pasó algo entre ustedes?”

Ella me interrumpió casi de inmediato, su tono defensivo. “Si Dione ya habló contigo al respecto, Leonidas, no veo la necesidad de que yo tenga que dar explicaciones. Con todo respeto.”

Su evasiva solo intensificó mi sospecha. Su repentina reticencia a hablar sobre el tema, combinada con su reacción exagerada hacia la azafata, encendió una alarma en mi interior. -“No, Tamara, aún no he tenido la oportunidad de hablar con Dione sobre esto. Precisamente por eso quería saber tu versión primero. Quería entender el origen de esa palpable hostilidad que percibí entre ustedes dos.”

Un silencio incómodo se instaló en la lujosa cabina del jet, el zumbido de los motores como único telón de fondo. Finalmente, después de unos momentos de visible vacilación, Tamara cedió y comenzó a hablar. Su relato, cuidadosamente construido, pintaba a Dione como una mujer irracionalmente celosa y sorprendentemente grosera. Según su versión, el día que le llevó los documentos a mi oficina, Dione la trato con una actitud hostil, la había insultado con comentarios despectivos y la había recriminado por sus frecuentes llamadas a casa, exigiéndole con un tono inapropiado que se limitara a comunicarse conmigo estrictamente en horario laboral. Añadió una serie de insinuaciones veladas sobre el profesionalismo y la dedicación de Dione a su trabajo como azafata, sugiriendo una falta de comprensión de las exigencias de mi propia agenda.

Escuché su relato en silencio, manteniendo una expresión neutra mientras analizaba cada palabra, cada entonación, buscando inconsistencias o señales de manipulación. Cuando Tamara terminó su elaborada narración, esperé unos segundos antes de responder, sopesando mis palabras con cuidado. - “Hablaré con Dione sobre esto cuando regrese,” dije finalmente, mi voz deliberadamente carente de juicio.

Tamara frunció el ceño ligeramente, una sombra de inquietud cruzando su rostro. -“Creo que no es necesario, Leonidas. Seguramente Dione solo está reaccionando por celos, por el tiempo que pasamos juntos en la oficina, por el trato profesional y la relación de confianza que hemos construido durante tantos años.”

En ese instante, la verdad se hizo dolorosamente clara. Tamara no quería que hablara con Dione porque temía que su propia versión de los hechos se desmoronara al ser confrontada con la perspectiva de mi prometida. Su intento de desacreditar a Dione, pintándola como una mujer insegura y conflictiva, era una táctica evidente para preservar su propia imagen y, quizás, para mantener viva alguna esperanza ilusoria en su corazón.

Mi mente comenzó a trazar un paralelismo entre las dos mujeres. Recordé la actitud considerada y pragmática de Dione cuando le pregunté sobre la tensión con Tamara, su renuencia a hablar mal de ella a mis espaldas, su preocupación por no ponerme en una posición incómoda con mi asistente de tantos años, su madurez al reconocer que solo respondía a la hostilidad con la misma moneda. Y luego contrasté esa actitud con la de Tamara, la mujer que siempre había considerado la personificación de la compasión y la diplomacia, pero cuyo relato ahora sonaba egoísta, egocéntrico y manipulador. La discrepancia era alarmante.

Al final, suspiré internamente, ocultando la creciente decepción que sentía. Asentí lentamente, fingiendo aquiescencia. -“Está bien, Tamara. Quizás tengas razón. Olvidemos el tema por el momento. Tenemos mucho trabajo que revisar antes de llegar a Japón.” No quería confrontarla directamente en ese momento, en medio de un viaje de negocios crucial. Pero en mi interior, una semilla de duda había germinado, y la imagen idealizada que había mantenido de mi asistente durante tantos años comenzaba a resquebrajarse, revelando una faceta oscura y posesiva que me resultaba profundamente perturbadora. Sabía que, a mi regreso, tendría una conversación seria y honesta con Dione, y quizás, también, una confrontación necesaria con Tamara. La verdad, tarde o temprano, siempre encontraba su camino hacia la luz.
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La primera noche en Japón transcurrió bajo la tensa calma de los negocios internacionales. Las reuniones fueron productivas, los socios japoneses mostraron el respeto y la formalidad esperados, pero mi mente, como un pájaro enjaulado, revoloteaba constantemente hacia Dione, hacia la imagen vívida de su rostro iluminado por la pantalla del ecógrafo, hacia el milagro silencioso que crecía dentro de ella. La diferencia horaria convertía nuestras comunicaciones en breves destellos de mensajes de texto, cada uno de sus “Te extraño” actuando como un ancla emocional en la distancia.




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