FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 28.

La semana sin Leo se había extendido como un invierno inesperado en pleno verano. El cambio horario con Japón había tejido una barrera invisible entre nosotros, convirtiendo nuestras comunicaciones en breves destellos de mensajes digitales, ecos distantes de nuestras voces. Un “Te extraño tanto” mío se perdía en la madrugada japonesa, un “Todo está bien por aquí, mi amor” suyo llegaba cuando mi día apenas comenzaba, dejando un vacío palpable que ni siquiera la emoción de instalarme en su impresionante apartamento lograba llenar por completo. Cada objeto que desempaquetaba, cada prenda que colgaba en su vestidor, cada libro que colocaba en sus estanterías, era una promesa silenciosa de la vida que estábamos construyendo juntos, un futuro que anhelaba compartir, pero también un constante recordatorio de su ausencia física.

Él llegaba esta noche. Aunque su último mensaje me había insistido con su habitual tono protector en que durmiera, que no me esperara después de un vuelo tan largo y agotador, la idea de conciliar el sueño sin verlo cruzar esa puerta era simplemente imposible. Ya eran pasadas las diez de la noche, y cada tic-tac del elegante reloj de pared en el salón resonaba en el silencio expectante del apartamento, amplificando la impaciencia que me consumía por dentro. Lo extrañaba de una manera visceral, una necesidad física que se manifestaba en movimientos inquietos sobre el sofá, en suspiros silenciosos que escapaban sin querer, en la constante revisión de mi teléfono esperando una señal más precisa de su llegada.

Estaba absorta a medias en una comedia romántica simplona en la televisión, mis ojos siguiendo las imágenes sin realmente procesar la trama, mi mente divagando sin cesar hacia la hora estimada de su aterrizaje, imaginando el momento en que la llave giraría en la cerradura. Y entonces, el sonido inconfundible, ese pequeño clic metálico que conocía tan bien, resonó en el silencio del apartamento, enviando una descarga de adrenalina por todo mi cuerpo. Me puse de pie de un salto, el corazón latiéndome a una velocidad vertiginosa, la emoción recorriéndome como una oleada de electricidad pura. Con un grito ahogado de pura felicidad, corrí hacia la entrada, mis pies apenas tocando el suelo, incapaz de contener la alegría desbordante que me embargaba.

Al verlo aparecer en el umbral, ligeramente más delgado y con las sombras del cansancio bajo sus hermosos ojos, pero con esa sonrisa inconfundible que siempre me hacía sentir en casa, no pude evitarlo. Con un impulso irrefrenable, me lancé sobre él como un koala aferrándose a su cuerpo. Sus fuertes brazos me rodearon al instante, apretándome con fuerza contra su pecho, y su risa cálida y profunda resonó en mi oído, un sonido que había echado tanto de menos. Aspiré su aroma familiar, una mezcla embriagadora de su colonia y su propia esencia, sintiendo por fin que el mundo volvía a estar en su lugar.

-“Definitivamente,” dijo con una voz ligeramente ronca por el cansancio del viaje, pero llena de una ternura palpable, -“podría acostumbrarme muy, muy fácilmente a este tipo de bienvenidas.” Se tambaleó un poco hacia el sofá, aún abrazándome con fuerza, sin querer soltarme, y se dejó caer pesadamente, sentándose conmigo acurrucada en su regazo, mi rostro escondido en el hueco de su cuello.

Comenzaron los besos suaves, los roces lentos y posesivos de sus manos en mi espalda, un reencuentro físico que hablaba de la intensidad del anhelo mutuo, de la necesidad de sentirnos cerca después de la distancia. Empezamos a hablar en voz baja, contándonos los pequeños detalles de su viaje y mi semana en su ausencia, las anécdotas triviales que, sin embargo, cobraban una importancia especial al ser compartidas. Cuando le pregunté con curiosidad cómo le había ido en los negocios, sonrió con una picardía traviesa en sus ojos oscuros. -“Digamos que el día de hoy mi cuenta bancaria es un poco más… considerablemente más abultada.”

-“¡Eso son excelentes noticias para mí, entonces!” exclamé con una sonrisa juguetona, pellizcándole la mejilla, sabiendo perfectamente que mi comentario era una broma, una forma de aligerar la tensión del reencuentro.

Él arqueó una ceja con teatral sorpresa, fingiendo ofensa. -“Ah, ¿sí? ¿Con que es por el dinero, señorita? ¿Esa es la verdadera razón de esta efusiva bienvenida?”

-“¿Por qué más estaría aquí a las once de la noche, esperándote como una tonta enamorada?” repliqué, haciéndome la ofendida con una sonrisa que delataba mi sarcasmo.

Él, entrando de lleno en mi juego, comenzó a levantarse del sofá con una expresión de falsa indignación, sus ojos brillando con diversión. -“Ah, ¿con que es puramente transaccional? En ese caso, creo que deberíamos redactar un contrato prenupcial… uno muy detallado, cediéndote todos mis bienes a cambio de estas… demostraciones de afecto.”

-“¡No, hombre, no!” exclamé, agarrándolo del brazo para evitar que se pusiera de pie, aferrándome a él como si mi vida dependiera de ello. -“Es mucho más divertido gastar el dinero de otro sin tener que firmar ningún papel engorroso. Además, ¿dónde quedaría el misterio y la emoción de no saber cuánto puedo pedirte?”

Ambos soltamos una carcajada sonora que resonó en el silencio de la noche, la tensión de la separación disipándose por completo en la alegría contagiosa del reencuentro.

En medio de nuestras bromas y caricias, mientras sus dedos trazaban círculos suaves sobre mi espalda, su mano descendió instintivamente hasta mi vientre, apenas abultado aún, pero ya el centro silencioso de nuestro universo. Su tacto era reverente, lleno de una ternura que siempre me derretía.

-“¿Y cómo se ha portado mi niña esta semana?” preguntó en un susurro suave, su mirada clavada en mi abdomen.

Mi ceño se frunció ligeramente, una sonrisa divertida danzando en mis labios. -“¿Tu niña? ¿Desde cuándo estás tan seguro de que es una niña, Leonidas? Fácilmente podría ser un pequeño terremoto en camino.”




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