La gala benéfica había sido una larga noche de sonrisas tensas y conversaciones huecas, un baile de máscaras sociales que siempre me dejaba sintiéndome desconectada, a pesar del compromiso genuino de Leo con las causas que apoyaba. Al regresar a la paz relativa de nuestro apartamento, la sensación de alivio fue casi física. Deslicé mis pies cansados fuera de los tacones altos y me enfundé en la suavidad reconfortante de mi pijama de seda. Sentada frente al tocador, bajo la suave luz del espejo, comencé la lenta tarea de despojarme de la capa de maquillaje que me había hecho sentir como una extraña en mi propia piel. Leo aún estaba en el vestidor contiguo, el leve crujido de su ropa y el sonido de su cinturón cayendo al suelo llenando el silencio de la noche.
El suave golpe sordo del frasco de desmaquillador al caer de la repisa rompió la quietud del dormitorio. Sin pensarlo demasiado, con un suspiro de resignación ante mi torpeza, me incliné para recoger el envase rodante. Pero al bajar la mirada, mi atención fue capturada por un destello sutil que emanaba de la penumbra entre la mullida alfombra color crema y la base de nuestra cama. Con el ceño fruncido por una curiosidad creciente, me estiré y recogí el objeto brillante.
Mi aliento se atascó en mi garganta. Era un pendiente. Un pequeño y elegante aro de oro blanco, incrustado con una delicada hilera de diminutos diamantes que centelleaban bajo la luz tenue de la lámpara de noche. Un escalofrío frío e inexplicable recorrió mi espina dorsal, una sensación instintiva de que algo no encajaba. Lo examiné más de cerca, girándolo entre mis dedos, y una punzada aguda de reconocimiento me atravesó como una aguja helada. Ese pendiente… lo había visto antes. Innumerables veces.
Tamara. Era inconfundiblemente uno de los pendientes que Tamara siempre llevaba. Era una parte tan constante de su atuendo de oficina, una pequeña nota de brillo en su sobriedad profesional, que se había grabado en mi memoria visual. Nunca parecía quitárselos, y recuerdo haber reparado en ellos en varias ocasiones, preguntándome sobre su discreta elegancia.
Me quedé inmóvil, el pendiente temblándome ligeramente entre los dedos, mi mente repentinamente en blanco, incapaz de procesar la presencia de ese objeto en ese lugar. ¿Qué hacía eso aquí? ¿Debajo de nuestra cama? Una oleada de preguntas turbulentas comenzó a agolparse en mi mente, oscureciendo la paz que había comenzado a sentir al despojarme de la formalidad de la gala. La tranquilidad de nuestro hogar se sentía ahora amenazada por una sombra invisible.
En ese momento, sentí la presencia de Leo justo detrás de mí, su calidez familiar reconfortándome ligeramente.- “¿Todo bien por aquí, mi amor?” preguntó con su voz suave y melódica, colocando una mano protectora en mi hombro desnudo.
Me giré lentamente, sosteniendo el pequeño aro brillante en la palma extendida de mi mano, mi mirada fija en él. Mi voz apenas fue un susurro ronco, cargado de una confusión creciente.- “¿Qué… qué hace esto aquí, Leo? Debajo de nuestra cama.”
Vi cómo su rostro se tensaba imperceptiblemente, sus ojos oscureciéndose por una fracción de segundo antes de recuperar una máscara de calma estudiada. Sin embargo, lo conocía demasiado bien, cada pequeño tic y cada cambio en su expresión, para no notar ese breve destello de sorpresa o quizás… ¿culpabilidad?
-“Ah, eso…” comenzó, pasando una mano por su cabello ligeramente despeinado, un gesto que siempre hacía cuando estaba nervioso o pensando. Dudó una fracción de segundo, como buscando las palabras adecuadas, antes de continuar con una voz cuidadosamente neutra. -“Es… un pendiente de Tamara.”
Mi corazón dio un vuelco doloroso en mi pecho. La confirmación tácita de mis peores temores flotaba en el aire entre nosotros, espesa e inquietante.- “¿Un pendiente de Tamara? ¿Qué demonios hacía un pendiente de Tamara debajo de nuestra cama, Leo?” Mi voz comenzaba a temblar ligeramente, la incredulidad y una punzada aguda de dolor luchando por salir, amenazando con romper la fachada de calma que intentaba mantener.
Leo suspiró suavemente, acercándose un paso más e intentando tomar mi mano que sostenía el incriminatorio pendiente. -“Cariño, esto… esto es de hace mucho tiempo. Fue… fue para su cumpleaños número treinta y tres. Le regalé un par de pendientes como muestra de agradecimiento por su dedicación y todos sus años de trabajo para mí.”
Sus palabras, aunque lógicas en un contexto puramente profesional, no hicieron más que aumentar mi confusión y mi creciente enfado. El pasado no explicaba su presencia actual debajo de nuestra cama. -“¿Y qué hacía uno de esos pendientes debajo de nuestra cama ahora, Leo? ¡Estamos hablando de hoy! No de hace años.” Mi voz se elevó ligeramente, la calma que intentaba mantener desesperadamente comenzaba a resquebrajarse, dejando al descubierto la tormenta de emociones que se agitaba en mi interior.
Él se acercó aún más, intentando tomar mis manos entre las suyas en un gesto tranquilizador. “Dione, por favor, escúchame con atención. Recuerdo que… después de la cena que organizaste tan maravillosamente hace unos días, cuando fui a buscar unos documentos importantes a mi estudio, ella también entró brevemente, diciendo que se había confundido de puerta. Debió caerse en ese momento, mientras estaba allí, y no se dio cuenta de que lo había perdido.”
-“¿Por qué no me dijiste nada de eso esa noche, Leo?” La pregunta salió como un reproche silencioso, cargado de una tristeza profunda. La imagen fugaz de ellos dos saliendo juntos del pasillo después de la cena volvió a mi mente, tiñendo el recuerdo con una nueva luz sombría, una sombra de duda que antes había logrado ignorar.
Leo frunció el ceño ligeramente, su tono comenzando a mostrar una pizca de frustración ante mi evidente desconfianza. -“Porque no era nada importante, Dione. Una simple confusión de puertas, un pequeño error sin trascendencia. Estaba cansado del viaje, tú estabas radiante y feliz con nuestros invitados… sinceramente, no quería preocuparte por una tontería tan insignificante.”