El sol se derramó sobre la suite como miel líquida, inundando el espacio con una luz dorada y cálida que presagiaba un día bendecido. Era el amanecer del día más importante de mi vida, y la emoción vibraba en el aire, una energía palpable que se mezclaba con la suave melodía de los preparativos. Cecil, mi roca, mi confidente, mi increíble dama de honor, estaba medio dormida aún, su rostro radiante reflejando la alegría que sentía por mí. El renombrado Jean-Pierre, un mago del maquillaje cuyas manos parecían danzar sobre el rostro, orquestaba a su equipo de asistentes, transformando la suite en un santuario de belleza y expectación.
Las horas se desvanecieron en un torbellino de risas nerviosas, retoques meticulosos y susurros de cariño. Cecil fue mi ancla constante, su apoyo incondicional un faro en medio de la creciente marea de emociones. Jean-Pierre y sus artistas obraron maravillas, realzando mis rasgos con una delicadeza exquisita, creando un lienzo perfecto para el día. Y allí estaba él, mi vestido, colgando majestuosamente, esperando su momento. La seda suave brillaba a la luz, los encajes intrincados contaban historias de amor de antaño, pero el corte moderno y elegante lo hacían sentir tan inherentemente mío. Era más que un vestido; era la materialización de un sueño.
Y entonces, la voz suave pero firme de la organizadora, un faro de calma en este torbellino de emociones, flotó en el aire, anunciando que el momento se acercaba. Un nudo apretó mi garganta, una mezcla dulce de nerviosismo y una felicidad que amenazaba con desbordarse. Un suave toque en la puerta anunció una presencia especial. Era Jeff.
Mi corazón tomó una decisión silenciosa hace semanas. Sería Jeff quien me acompañaría al altar. Él, el médico que había cuidado de mi madre con una dedicación y una ternura que nunca olvidaré, se había convertido en un faro de consuelo en nuestros días más oscuros. Su presencia hoy sería un homenaje silencioso a su memoria, una forma de sentirla cerca, guiándome en este paso trascendental. Su rostro amable, marcado por la sabiduría y la compasión, me ofreció una paz inesperada mientras entrelazaba mi brazo con el suyo.
Caminamos lentamente por los senderos de grava de los jardines de la mansión, el susurro de nuestros pasos apenas audible sobre el canto de los pájaros. El aire embriagador se llenó del dulce perfume de las rosas y la lavanda, y la luz del sol danzaba entre las hojas de los árboles centenarios, creando un camino dorado hacia mi futuro. A medida que nos acercábamos al altar, mi corazón latía con una fuerza que casi dolía. Y entonces, lo vi.
Leonidas estaba allí, al final del camino, erguido y majestuoso bajo el arco adornado con una cascada de flores blancas. Su figura imponente se recortaba contra el cielo azul, pero era su mirada, intensa y profunda, la que me atrajo como un imán. Se clavó en la mía con una fuerza tal que sentí que el mundo a mi alrededor se desvanecía, dejando solo su presencia palpable, la poderosa conexión invisible que nos unía. Sus ojos brillaban con una emoción tan pura y avasalladora que una oleada cálida de lágrimas nubló mi vista. Apenas podía distinguir los detalles de su rostro, pero sentía su amor, la promesa de un futuro juntos.
Cuando nuestras manos finalmente se encontraron, sus dedos cálidos entrelazándose con los míos, un escalofrío dulce recorrió mi cuerpo. Levanté la mirada y vi que incluso Leonidas, el hombre fuerte y formidable que siempre había sido mi roca, tenía los ojos humedecidos, brillantes por las lágrimas que luchaban por contenerse. Esa pequeña muestra de su vulnerabilidad, de la profundidad de sus sentimientos, solo hizo que mi amor por él creciera aún más, llenando mi corazón hasta el borde.
Nuestros votos fueron un susurro sincero del alma, palabras que habíamos tejido juntos en noches de confidencias y sueños compartidos. Cada promesa, cada mirada cargada de significado, cada sonrisa que compartimos sellaba un pacto eterno, un compromiso que iba más allá de las palabras.
Finalmente, la voz cálida y resonante del oficiante pronunció las palabras que mi corazón anhelaba escuchar: -“Puede besar a la novia.”
Nos giramos para enfrentar a nuestros invitados, sus rostros iluminados por la alegría y el cariño, sus sonrisas un testimonio del amor que nos rodeaba. Y entonces, con una formalidad dulce y emocionante, la organizadora nos presentó por primera vez al mundo como el señor y la señora Holfman. Escuché los vítores y los aplausos, pero mi universo se había reducido a Leonidas, al amor inmenso que irradiaba de sus ojos oscuros mientras me atraía hacia él para un primer beso como esposa.
En medio del alboroto feliz, vi a Cecil abrazada a Alex, sus mejillas empapadas en lágrimas de pura alegría, su felicidad por nosotros tan palpable como la nuestra. Y entonces, en ese instante mágico, sucedió algo extraordinario, un momento que envolvió mi corazón en una paz y una armonía casi celestial. Una delicada mariposa blanca, con alas tan puras como la nieve, revoloteó cerca y se posó suavemente sobre mi ramo de flores. Permaneció allí, inmóvil, como un pequeño ángel guardián, durante toda la ceremonia, un testigo silencioso de nuestro amor. Y justo en el instante en que Leonidas me besó de nuevo, un sello de nuestro amor eterno ante todos los que amábamos, la mariposa alzó vuelo hacia el cielo azul, elevándose como una bendición silenciosa sobre nuestro nuevo comienzo. En ese momento, supe, con una certeza que trascendía la razón, que nuestro futuro, tejido con amor y promesas, estaría siempre bañado por una magia especial.
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El sol de la mañana irrumpió en la habitación del hotel con una promesa dorada, un presagio tangible del día que había esperado, anhelado, durante tanto tiempo. Una calma inusual me invadió mientras me vestía, cada movimiento deliberado, cada ajuste de la corbata un acto de tranquila anticipación. Era un contraste marcado con la agitación nerviosa que había sentido en los días previos. Hoy era el día. El día en que Dione se convertiría en mi esposa, mi compañera para siempre, la dueña absoluta de mi corazón.