Tamara
El aire vibraba con una alegría que me resultaba nauseabunda. El sol, brillante y descarado, iluminaba la escena idílica de una felicidad que me pertenecía por derecho. Estaba allí, entre los invitados, una sombra invisible moviéndose con la agilidad de una serpiente entre las flores y los murmullos de celebración. Había llegado hace unos minutos, un viaje tortuoso impulsado por una necesidad visceral de presenciar el robo de mi futuro.
Desde mi posición estratégica detrás de un viejo roble, lo vi. Leonidas. Erguido bajo el arco floral, una figura imponente de la que yo siempre debí ser su complemento. Su mirada, intensa y brillante, estaba clavada en ella, en esa intrusa vestida de blanco inmaculado. Una punzada de rabia me atravesó al ver la devoción en sus ojos, una devoción que nunca me había ofrecido de esa manera.
Ella avanzaba lentamente, del brazo de un hombre desconocido, su vestido pomposo y ridículo a mis ojos. Su sonrisa… esa sonrisa estúpida y radiante… era un insulto directo a mi dolor. Cada paso que daba hacia él era una puñalada en mi corazón, acercándola cada vez más al lugar que me correspondía a su lado.
Los votos. Escuché susurros entrecortados, promesas vacías pronunciadas con una falsa sinceridad. Sentí la bilis subir por mi garganta ante la hipocresía de sus palabras, ante la farsa de este amor que me habían arrebatado. Leonidas, mi Leonidas, pronunciando palabras de amor eterno a otra mujer. Era una tortura insoportable.
Y luego, el contacto de sus manos. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero no era de amor, sino de un odio frío y calculador. Vi las lágrimas en los ojos de él, esa pequeña muestra de vulnerabilidad que siempre había anhelado provocar, derramándose ahora por otra. La rabia se encendió en mi interior, una llama voraz que consumía cualquier vestigio de razón.
El beso. Un acto íntimo y sagrado profanado por su unión ilegítima. Cerré los ojos por un instante, tratando de bloquear la imagen, pero la sentía grabada a fuego en mis párpados. Ese beso debió ser mío. Ese hombre debió ser mío.
Los vítores, los aplausos… el mundo celebrando mi desgracia. Abrí los ojos justo a tiempo para verlos girarse, presentados como marido y mujer. Un escalofrío recorrió mi espalda. Señora Holfman. Ese nombre, que debió ser mío, ahora resonaba como una burla cruel.
Vi a su amiguita, Cecil, llorando lágrimas de felicidad, abrazada a Alex. Todos tan felices, tan ajenos al dolor que me carcomía por dentro.
Me mantuve en las sombras, invisible, permitiéndoles disfrutar de su momento robado. Pero en mi corazón, una promesa oscura germinaba. Les daría esta ilusión de felicidad. Les permitiría saborear esta victoria efímera. Pero luego… luego les mostraría el verdadero significado del dolor. Si Leonidas no era mío, no sería de nadie. Y ella… esa perra que se había entrometido en mi destino… pagaría caro, muy caro, por haberme arrebatado mi felicidad. Su cuento de hadas apenas había comenzado, y yo, Tamara, sería la villana en su trágico final.
Perspectiva de Cecil:
Mi corazón rebosaba, una mezcla embriagadora de alegría por Dione y una dulce nostalgia por todos los caminos que habíamos recorrido juntas. Dione… mi Dione. Éramos más que amigas; éramos hermanas tejidas por el hilo del destino desde que éramos niñas traviesas, causando pequeños estragos en el vecindario y compartiendo secretos susurrados bajo las sábanas en noches de pijamadas interminables. Recordaba nuestras risas estruendosas, nuestras escapadas adolescentes, los primeros amores torpes y los corazones rotos que sanamos juntas a base de helado y largas conversaciones.
También compartimos el dolor punzante de la pérdida. La partida de Elizabeth, la madre de Dione, fue un golpe devastador para ambas. Para mí, tía Eli fue una guía, una mujer sabia y cariñosa que siempre tenía una palabra amable y un consejo certero. Su ausencia dejó un vacío inmenso en nuestras vidas, una sombra que tardó en disiparse. Ver a Dione sobrellevar ese dolor con tanta entereza siempre me admiró profundamente.
Y entonces, como un rayo de sol después de la tormenta, llegó Leonidas. Un hombre imponente, apasionado, que irrumpió en la vida de Dione con una fuerza arrolladora, devolviéndole la sonrisa y plantando en su corazón una semilla de amor que floreció con una belleza asombrosa. Luego vino la maravillosa noticia del embarazo, una promesa de futuro, una nueva vida que se sumaría a la alegría que Leonidas había traído. La pedida de mano fue un cuento de hadas moderno, un gesto romántico que nos hizo suspirar a todas.
Y hoy… hoy era la culminación de ese cuento. Ver a Dione caminar hacia el altar, irradiando una felicidad tan pura y brillante, era un regalo para mis ojos y para mi alma. Las lágrimas corrían por mis mejillas, pero eran lágrimas de alegría desbordante, de ver a mi mejor amiga encontrar el amor verdadero y construir la vida que siempre mereció.
Luego vino la luna de miel, ese escape romántico a la isla secreta de Leonidas. Dione regresó con los ojos aún más brillantes, su amor por él palpable en cada palabra, en cada gesto. Y para mí, esa isla también guardaba una sorpresa maravillosa. Fue allí, bajo el cielo estrellado y el suave murmullo de las olas, donde mi relación con Alex comenzó a florecer.
Alex… un buen hombre, como lo había presentido desde el principio. Al principio, las inseguridades sembradas por las palabras hirientes de Roberto aún resonaban en mi mente. Temía que Alex viera en mí solo un pasatiempo, algo pasajero. Pero él había sido paciente, persistente, mostrándome con hechos que sus sentimientos eran genuinos. En la isla, lejos de las presiones de la ciudad, pudimos conocernos de verdad, sin máscaras ni defensas. Descubrí su humor inteligente, su corazón noble y la forma en que me miraba, con una calidez que derretía mis miedos.
Ahora, abrazada a su lado mientras Dione y Leonidas se daban su primer beso como marido y mujer, siento una profunda gratitud. Gratitud por la amistad inquebrantable que comparto con Dione, por la memoria de su madre que siempre vivirá en nuestros corazones, por la nueva familia que están formando y por la inesperada alegría que Alex ha traído a mi propia vida. Mi corazón está lleno. Hoy celebramos el amor en todas sus formas, el amor que une a Dione y Leonidas, y el amor que, con una dulce sorpresa, también está floreciendo en mi propio camino.