Ha pasado dos meses y medio desde nuestra luna de miel, y cada día que transcurre, Dione se vuelve más hermosa a mis ojos. Su piel, besada por el sol de nuestra isla, irradia un brillo suave, y sus ojos, siempre expresivos, ahora llevan una chispa de felicidad que me desarma. Me encuentro incapaz de despegarme de ella, ni siquiera por un momento. La mayoría de mis días transcurren trabajando desde casa, habiendo delegado una gran parte de mis funciones a mis directivos de confianza. Me pregunto por qué no había hecho esto antes, y la respuesta es obvia, aunque antes me habría resistido a admitirla: no había nadie que me hiciera querer permanecer en casa. No había nadie que valiera tanto la pena como para sacrificar una pizca de mi control.
Ahora, la vida que tengo, la que estoy construyendo junto a Dione, me maravilla. Nuestro hogar está lleno de risas, de esos pequeños lloriqueos inexplicables, y sí, de las tontas discusiones que nacen de sus hormonas revoloteando. Y lo que más disfruto, sin lugar a dudas, son las reconciliaciones que siguen a esas disputas insignificantes. Mi amada Dione está más sensible que nunca, pero también más fogosa, y me encanta cada faceta de su temperamento. A veces me dice, con un deje de exasperación, que la “hostigo” o que está “harta de mi presencia”. En esos momentos, con una sonrisa contenida, me retiro a la oficina para darle espacio, sabiendo que no pasará mucho tiempo antes de que me llame, diciéndome que me extraña. Me río solo al pensar en ello, en lo predecible y encantador que se ha vuelto nuestro pequeño universo. No cambiaría esta vida por nada ni por nadie. Y así, con esa convicción, sigo trabajando diligentemente para asegurarme de llegar a tiempo a cenar, porque sé que si no lo hago, mi esposa se molestará, y no quiero arriesgarme a perderme ni un segundo de nuestro tiempo juntos.
Estoy sentado en mi escritorio, revisando unos informes, pero mi mente divaga constantemente hacia la habitación de al lado, donde sé que Dione está con Cecil. Escucho risas, a veces un murmullo más bajo, y mi corazón se hincha. La imagen de Dione, concentrada en pintar, con su incipiente pancita que apenas se nota, me llena de una ternura abrumadora. El pensamiento de que dentro de unos meses, un pequeño ser, nuestro hijo, llenará esa habitación, es algo que me llena de una emoción que nunca creí posible. No puedo esperar para ver a Dione como madre, sé que será increíble. Ella es mi mundo, y ahora nuestro mundo se expandirá.
De repente, un silencio abrupto me alerta. Las risas cesan. Me levanto de inmediato, una punzada de preocupación atravesándome. No se escucha nada. Dejo caer el bolígrafo y me dirijo hacia la puerta de mi despacho, dudando un momento. ¿Debería ir? ¿O es una de sus "conversaciones de chicas" en las que es mejor no inmiscuirse? Justo cuando estoy a punto de abrir, escucho la voz de Dione, rota y ahogada por lo que parecen ser sollozos. Mi corazón da un vuelco. Abro la puerta sin pensarlo dos veces.
.........................
La vida en casa con Leonidas es… abrumadora, en el mejor de los sentidos. Su presencia constante, su insistencia en trabajar desde casa, es algo a lo que me estoy adaptando. A veces es verdad, lo “hostigo” y lo envío a su despacho, solo para extrañarlo a los cinco minutos. Mis emociones son una montaña rusa. Un momento estoy riendo a carcajadas por alguna tontería, al siguiente siento una tristeza profunda por el más mínimo detalle. Leonidas lo toma con una paciencia infinita, y me encanta cómo me mira, como si fuera la criatura más fascinante del universo, incluso cuando estoy a punto de explotar por algo tan trivial como el último trozo de pastel. Es el hombre más maravilloso que he conocido, y estoy perdidamente enamorada de él.
Hoy, Cecil está conmigo en la que será la habitación del bebé. Los meses pasan volando, y ya estoy en el segundo trimestre. La barriga apenas se nota, pero mi entusiasmo es inmenso. Estamos pintando nubes suaves en el techo, un trabajo minucioso que nos da la excusa perfecta para charlar. La habitación está impregnada de un olor suave a pintura fresca y de nuestra risa constante.
-“No puedo creer lo mucho que ha cambiado nuestra vida, Cecil”, digo, dando una pincelada a una nube esponjosa. -“Antes no era mala, claro que no, pero… no era perfecta. ¿Te imaginas si mamá estuviera aquí para vernos?”
La pregunta, que sale casi sin pensarlo, me golpea de repente. La imagen de mi madre, su sonrisa, su calidez… me inunda una ola de tristeza tan intensa que mis ojos se llenan de lágrimas antes de que pueda controlarlo. El pincel se resbala de mi mano y cae al suelo con un pequeño golpe. Las lágrimas comienzan a deslizarse por mis mejillas sin control, un llanto repentino y abrumador que me toma por sorpresa, incluso a mí misma.
Cecil, que estaba pintando un pequeño sol en la esquina, me mira de inmediato. Sus ojos, llenos de preocupación, me evalúan. Deja su pincel y se acerca a mí, envolviéndome en un abrazo reconfortante. -“Oh, Dione… mi amor. Ven aquí."
Me aferro a ella, sollozando en su hombro. -“La extraño tanto, Cecil. Me gustaría que estuviera aquí para ver esto. Para ver a Leonidas… para ver cómo nuestra vida ha cambiado. Para ver a su nieto…”
-“Lo sé, mi amor. Ella estaría tan orgullosa de ti. De la mujer en la que te has convertido. Y de la hermosa familia que estás formando”, susurra Cecil, acariciándome el cabello. Me ofrece un pañuelo de papel y me lo pongo en los ojos. -“¿Qué tal si nos tomamos un descanso? Te haré un sándwich de esos que tanto te gustan, ¿eh? Con mucho aguacate y esas galletas saladas que te encantan.”
A pesar de las lágrimas, la mención de la comida me hace sonreír, una sonrisa temblorosa que se asoma entre mis sollozos. -“Sí… sí, por favor”, murmuro, y mi voz se quiebra de nuevo, haciendo que ría tontamente de mi propia incongruencia.
Cecil se ríe también, con esa risa cálida y familiar que siempre me calma. -“Ay, Dione. Tus cambios de humor deben estar volviendo loco a Leonidas.”