El sol besa mi piel mientras observo a Dione. Está recostada en la cubierta del yate que lleva su nombre, su traje de baño fluorescente un estallido de color contra el blanco impecable del barco. Su vientre, que ya se adivina bajo la tela, me llena de una ternura indescriptible. Cada día que pasa, mi fascinación por ella crece. Verla tan relajada, casi dormida bajo el sol, me hace sentir una paz que nunca creí posible.
Me acerco a ella, mi cuerpo proyectando una sombra sobre el suyo. -“Ya es suficiente, mi amor,” le digo, mi voz un murmullo suave para no asustarla. -“Ven conmigo a la sombra. No quiero que te haga daño todo este sol.”
Ella abre los ojos lentamente, con esa mirada soñolienta y feliz que adoro. Se estira, un bostezo adorable escapa de sus labios. Es tan dócil, tan confiada, que me derrito. La ayudo a incorporarse y la guío hacia la zona techada del yate, donde la brisa es más fresca. Ella se acomoda en un sillón, y yo le ofrezco una botella de agua fría.
-“Aquí tienes, hidrátate,” le digo, y sin esperar, destapo el protector solar. Comienzo a aplicarlo suavemente en su hombro, luego en su brazo, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos. Es un ritual que me encanta, una excusa para tocarla.
Ella se ríe, esa risa contagiosa que ilumina mi mundo. -“¡Leo! ¡Deja de tocarme tanto! ¡Después me excitas!” Su tono es juguetón, pero sé que hay una verdad en sus palabras. Su cercanía me afecta de la misma manera.
La miro a los ojos, una sonrisa pícara se dibuja en mis labios. Me inclino y la beso, sintiendo la calidez de sus labios, el aliento dulce. -“No tienes de qué preocuparte, mi amor,” le susurro contra la boca, “estamos rodeados del personal de la tripulación.” La tentación es constante, pero me contengo. Por ahora.
Ella solo sonríe, sus ojos brillando con diversión. Toma un sorbo de agua, y luego suelta un suspiro de felicidad. -“¿Sabes, Leo?”, dice, su voz llena de entusiasmo. “Cecil fue a conocer a los padres de Alex hace unos días.”
Levanto una ceja, intrigado. Sabía que se acercaba el momento. “¿Ah, sí? ¿Y cómo le fue a nuestra querida Cecil en esa aventura familiar?”
-“¡Fue todo un éxito!”, exclama, sus ojos brillando. -“Me contó que al principio estaba nerviosísima, ¡casi no podía respirar! Decía que sus manos sudaban tanto que sentía que iba a resbalarse a los señores. Pero Alex la tranquilizó, le dio la mano todo el camino hasta la puerta de la casa.”
No puedo evitar reírme. Me imagino la escena, a Cecil, tan particular, intentando encajar en un ambiente formal. -“Pobre Cecil. Me la puedo imaginar en un ataque de nervios.”
-“¡Y luego lo mejor!”, continúa Dione, su voz cargada de diversión. -“Me dijo que la mamá de Alex es… ¡exactamente como Alex! Educada, sí, pero con un sentido del humor muy peculiar. Y el papá, un encanto. Me contó que se sentaron a cenar y la mamá le preguntó a Cecil si le gustaba el golf. ¡Y Cecil, con toda su honestidad, le dijo que nunca había jugado, pero que si Alex la llevaba, seguro que le encantaría!”
No puedo evitar que una carcajada se escape de mi pecho. El sonido resuena en el yate. -“¡Solo Cecil haría algo así! ¿Y qué dijeron los padres de Alex ante semejante declaración?”
-“¡Se rieron muchísimo! Y Alex se puso todo rojo, me dijo Cecil. Pero al final, la mamá de Alex le dijo que le encantaba su honestidad y que esperaba verla pronto en el club de golf. ¡Cecil está pletórica de alegría, Leo! Dice que Alex la llamó después y le dijo que sus padres estaban encantados con ella, que nunca habían visto a Alex tan feliz.”
Sonrío, genuinamente feliz por mi amigo y por Cecil. -“Me alegro mucho por ellos, mi amor. Alex se merece toda la felicidad del mundo, y Cecil también. Se lo merecen.” Luego, la miro, mis ojos fijos en los suyos con una sonrisa burlona. -“Y tú, mi patosa esposa,” digo, provocándola con cariño, “¿cómo te va con tus nuevas habilidades? ¿Has roto algo más?”
Ella me golpea suavemente en el brazo, fingiendo indignación. -“¡No soy patosa! Solo… un poco menos coordinada este último mes. ¡Es el bebé, Leonidas! Él me desequilibra. Ayer casi me tropiezo en el césped por mirar un pájaro en el jardín. ¡Un pájaro, te lo juro!”
Me río, una risa profunda que nace de la felicidad que ella me da. -“Claro, mi amor. El bebé. No te preocupes, yo siempre estaré aquí para atraparte. Eres mi hermosa y patosa Dione.” La beso en la frente, luego la abrazo, atrayéndola a mi pecho. El sol acaricia nuestra piel, el mar nos mece suavemente. Ella es mi paraíso, mi ancla, mi todo. Y pensar que hace tan poco tiempo, mi vida era solo trabajo y un vacío que no sabía cómo llenar. Ahora, ella llena cada espacio, cada pensamiento. Y nuestro bebé… es el futuro que me impulsa.
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Unos días después el sol de la mañana se filtra por los ventanales del restaurante, iluminando la mesa y el plato de magdalenas que tengo enfrente. Mi querida Dione, sentada frente a mí, devora la suya con un entusiasmo que me hace sonreír. Esta mañana le dio un antojo muy específico por las magdalenas de este lugar, y aquí estoy, complaciendo a mi amada y viéndola comer feliz. La observa, atragantada, como si alguien fuera a quitarle su preciado alimento.
-“Mi amor, come despacio,” le digo, con la voz suave, mientras ella mastica a toda velocidad. -“Luego te dará una indigestión.”
Dione, con la boca llena y una sonrisa embarrada, apenas logra articular: -“¡Es que está delicioso, Leo!”
Me río, y con el pulgar, le limpio una miga de la comisura de los labios. Ella me mira, sus ojos brillando de satisfacción. Corta un trozo de su magdalena y me lo tiende en el tenedor.
-“Prueba, prueba,” me dice.
Me inclino y doy un bocado. -“Sí, mi amor, está deliciosa,” le digo, asintiendo. Me acerco a su oído, mi voz un susurro juguetón. -“Pero conozco algo que es mucho, mucho más delicioso. Y lo comí esta misma mañana.”
Veo cómo sus mejillas se tiñen de un delicioso rubor. Aprieta las manos en el tenedor, y sus ojos se posan en los míos, una mezcla de exasperación y diversión. -“¡Basta, Leonidas! ¡No hagas eso! ¡Más delante de tanta gente!”