FascinaciÓn Eterna

CAPITULO. 49

El sol de la mañana se filtra por la ventana de la habitación del hospital, tiñendo las paredes de un blanco amarillento que me parece, a estas alturas, monótono y opresivo. Mis ojos, pesados, irritados por la falta de sueño, se posan en Dione. Duerme plácidamente, su mano aún entrelazada con la mía, su respiración suave y constante. Han pasado tres días desde el incidente en el restaurante, y la sala de espera, ahora convertida en esta habitación privada, se ha transformado en mi cuartel general personal. No me he separado de su lado ni un instante, la culpa y la preocupación son compañeros constantes. El pánico que sentí cuando la vi caer al suelo sigue siendo una punzada aguda en mi pecho, un recordatorio constante de mi momentáneo fallo.

Nunca supe que mi esposa, mi dulce y generalmente paciente Dione, fuese una paciente tan impaciente. Estos pocos días de confinamiento hospitalario me lo han demostrado con creces. Ella quiere irse. Desesperadamente. Está cansada de estar acostada, de la inactividad forzada. Apenas han pasado setenta y dos horas, y su espíritu inquieto ya se rebela contra las paredes blancas.

“¡Leo, no puedo más!”, exclamó ayer por la tarde, con una exasperación casi infantil, mientras intentaba levantarse de la cama para ir al baño, con la enfermera advirtiéndole sobre la precaución. -“¡Me siento como un jarrón de porcelana! ¡Quiero moverme, quiero pintar en la habitación del bebé, quiero ver a mi pequeño sin esta máquina ridícula pegada a mi vientre!” Me esforcé por mantener la calma, por tranquilizarla, pero su frustración era palpable.

He paralizado casi todo mi imperio para estar aquí. He delegado más funciones de las que nunca pensé que delegaría, confiando a mis directivos el control total de operaciones clave. Mi atención está cien por ciento en ella. Le ayudo a bañarse, con una delicadeza y una paciencia que no sabía que poseía, susurrándole palabras tranquilizadoras cuando sus músculos se quejan por el esfuerzo. Le seco el pelo con una toalla suave, luego con el secador, cada mechón un acto de amor. La acompaño al baño, asegurándome de que cada paso sea seguro, que no haya resbalones, que no sufra ninguna recaída. Apenas he dormido. Las pocas horas que consigo conciliar el sueño son en el incómodo sillón de la habitación, siempre con un oído atento, siempre alerta a cualquier sonido, a cualquier movimiento de ella, a cualquier queja, por mínima que sea. Mi cuerpo está agotado, pero mi mente no me da tregua.

Cecil y Alex han sido un apoyo incondicional. Vienen a visitarla entre turnos de trabajo, trayendo flores frescas, libros, y sus propias historias divertidas que logran arrancarle algunas risas a Dione. Comparten conmigo la preocupación, y su presencia ayuda a aligerar el ambiente. Pero ni siquiera su compañía constante es suficiente para aplacar el espíritu inquieto de Dione.

Esta mañana, mientras yo repasaba unos correos urgentes en mi tableta, disimulando mi agotamiento, la escuché. Estaba susurrando al teléfono, su voz extrañamente conspiradora. Al principio, no le di importancia, acostumbrado a sus largas charlas con Cecil. Pero luego mis oídos se agudizaron.

“...por favor, Cecil, tú y Alex tienen que hacer que Leonidas salga por unas horas del hospital. ¡Lo necesito fuera! Que descanse. ¡Incluso yo necesito descansar de él un poco, Cecil! ¡Me tiene vigilada como si fuera un… un halcón!”

Una sonrisa se dibuja en mis labios, a pesar del cansancio. Es tan descarada, tan ella, tan transparente en sus “secretos”. Mi sonrisa, sin embargo, se borra abruptamente cuando la escucho decir lo siguiente, su voz más baja aún, casi un ruego.

“...y, por favor, por lo que más quieras, trae una hamburguesa de contrabando. ¡Muero por una, Cecil! ¡Leonidas no me deja pedirla, dice que no es saludable!”

Mi mandíbula se tensa. Sé que no le hace bien comer eso ahora, y menos en su estado. Una hamburguesa, con todos los conservantes y la grasa, es lo último que necesita. Pero la idea de que esté planeando una “escapada” para mí, para que descanse, es una mezcla tan extraña de ternura y frustración que me desarma. Ella se preocupa por mí, a su manera, incluso cuando me está conspirando a mis espaldas.

Mientras ella continúa su "misión secreta" con Cecil por una hamburguesa clandestina, mi mente sigue trabajando en segundo plano, en un nivel de concentración completamente diferente. No puedo, y no voy a, dejar de investigar lo sucedido en el restaurante. Mis hombres de seguridad, los más experimentados, han revisado las cámaras de seguridad del área una y otra vez. Nada. Ni rastro. El niño que chocó con Dione se desvaneció, como si fuese un fantasma. Es inquietante. Demasiado conveniente. No creo en las coincidencias, y menos cuando se trata de Dione y cualquier incidente que la involucre. Esa zona, en pleno centro de la ciudad, es un área con alta densidad de cámaras y seguridad privada, y que un niño, por muy rápido que fuera, desaparezca así, sin dejar rastro, es inaceptable. Mis instintos más primitivos me gritan que hay algo más, algo siniestro detrás de este “accidente”.

La conversación con Tamara aún resuena en mi cabeza, la cólera y el resentimiento en sus ojos. Su desesperación era palpable. ¿Podría ella estar detrás de esto? ¿Sería capaz de utilizar a un niño, de orquestar un incidente tan cruel? La idea es retorcida, sí, pero Tamara es una mujer que ha demostrado ser capaz de cualquier cosa cuando se siente acorralada u obsesionada. Mis medidas de seguridad para Dione se han multiplicado por diez desde el incidente, aunque ella no tenga la menor idea de la red invisible que la rodea. Mis hombres están en cada esquina de este hospital, mimetizados con el personal o con otros visitantes, y mi mirada, aunque disimulada, no se aparta de ella ni un segundo. No puedo permitir que nada le pase a mi esposa o a nuestro bebé. El incidente del restaurante ha encendido todas mis alarmas, y no las apagaré hasta que sepa la verdad.




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