La luz se filtraba por las cortinas y me costó toda mi voluntad levantarme, pero por nada del mundo me quedaría aquí, incluso si la escuela era el pretexto perfecto. No tenía fuerza para bañarme así que, me lavé la cara, me puse la crema y el bloqueador, el uniforme, puse mis rizos en un moño, un poco de rubor para la palidez que se reflejaba en el espejo y salí.
No había nadie en la cocina ni en la sala así que supongo que seguían dormidos.
Me subí al auto, mi mochila ya estaba ahí porque no la baje anoche. Dios, dolió un poco sentarse, pero no podía faltar el segundo día.
Bueno, no quería estar en casa, así que lo sea.
Llegué muy temprano a la escuela y por fortuna, nadie me vio caminar con desgana, hacer muecas, ni limpiarme las lágrimas cuando me senté. Me tomé unos analgésicos y esperé.
Mi teléfono vibró dentro de mi chaqueta. Lo saqueé para revisar, si no fuera porque podría ser la tía Eleanor, tal vez ni siquiera tuviera uno.
Mi mamá estaba llamando. No contesté.
El sonido de un mensaje llegó momentos después. No lo revisé.
La clase pronto se llenó y sentí el ya familiar cosquilleo en la nuca. Levanté la mirada y nuestros ojos se encontraron, podía sentir la electricidad en el aire, su ceño se frunció un poco y sus ojos recorrieron mi rostro, detuvo su recorrido al mismo tiempo, que un espasmo en su mandíbula apareció.
Me concentré en mirar al frente, resistiendo la persistente mirada que provenía de mi derecha. Me sentía un poco acalorada, noté una pequeña y ligera línea de sudor caminar por mi nuca. Tenía demasiado sueño, y me sentía agotada, tal vez no fue tan buena idea venir a la escuela.
Mientras estaba sentada, me tomé un momento para observar a los demás frente a mí.
Aquí estaba yo y nadie sabía cuan adolorida, débil y sola me estaba sintiendo. Entonces me pregunté, si había más como yo, sentados a unos pasos de mí. Cuantos estarían fingiendo que están bien mientras mueren poco a poco por dentro.
En ese momento, con mi cuerpo adolorido y un horrible dolor de cabeza, me prometí, que, si alguna vez notaba algo, cualquier cosa, nunca le daría la espalda a alguien si es que podría ayudar de alguna manera.
También observé, cuando recorrí mi mirada por el aula, que todos usaban portátiles, nadie usaba cuadernos.
Voy a necesitar una. Quizás pueda comprarla con la tarjeta que me dio mi tía y dejarla en el maletero del auto. Error, demasiado riesgoso.
La clase terminó y esperé a que el aula estuviera sola, fingí que anotaba algo en mi libreta.
Lo sentí pasar y lo vi salir.
Una vez que no había nadie, tomé un respiro y me levanté para ir a la siguiente clase. Levantarme dolió demasiado, mis ojos lagrimearon y sentí un mareo muy fuerte.
<<¡Maldición Frank!>>.
Razoné que no iba a aguantar las demás clases, y pensé en ir a tomar una siesta a mi auto, tal vez conducir un poco y estacionar en un lugar seguro. Cuando caminaba por el pasillo, sentí un jalón de mi brazo, y el movimiento atravesó todo mi cuerpo, un grito se ahogó contra la palma ajena en mi boca y sentí las lágrimas en mis ojos.
—Ricitos debemos dejar de vernos así.
No pude contestar porque el dolor me estaba destrozando. Apretaba los dientes con fuerza para que no saliera ningún sonido. Tenía mi rostro viendo al suelo y por mi vida no podía sacar la fuerza para hablar y menos para marcharme.
El chico de la colina tomó mi barbilla para levantar mi cara y me vio a los ojos.
—Ricitos, sé que algo está pasando, lo noté cuando te vi, así que, ¿qué te ocurre? —Lo último lo susurró con tanta dulzura, que, si no tuviera lagrimas por el dolor, las tuviera por ello.
Si bueno, falta de atención y eso.
—Nada, estoy bien, vamos a clase. —Di un paso para irme, pero un mareo me hizo tambalearme, el me volvió a sostener impidiendo que mis rodillas se doblaran y me empujó con suavidad contra la pared.
El impactado fue delicado, estaba destinado a ser un movimiento sensual si mi cuerpo no estuviera machacado. Un gemido de dolor salió de mí, mi mirada se movió muy rápido a su rostro, y las cuencas de sus ojos parecían que iban a explotar.
—Pero, que… —levantó mi camisa y vio los moretones que las vendas no cubrieron.
Su cuello empezó a ponerse rojo y ese rubor se extendió a su rostro. Sentí cuando su cuerpo se endureció. Su mano en mi camisa se empuño.
Con la otra mano tomó su celular y envió mensajes. Después se agacho un poco, puso su brazo detrás de mis rodillas y con el otro sujetando suave pero firme, mi espalda, y me cargó al estilo nupcial.
—¿Qué estás haciendo? Suéltame, nos van a ver.
—No lo harán —replicó.
Después de un minuto, me di cuenta que tenía razón. Caminamos por el pasillo largo de la escuela que daba a la salida, bueno él caminó, yo era una carga, y no vimos a una sola alma.
Extraño… y aunque avanzamos rápido, sentía que caminaba con sumo cuidado para evitar movimientos bruscos.