Dios. Eso lo explica.
Porque Frank no me hacía desaparecer como me amenazaba tantas veces, porque siempre se detenía de lastimarme cerca de la llegada del verano.
Porque no me dejaba tener amigos, sin gente que pudiera respaldarme. Sin novio, como si fuera algo atroz, tratándome de puta desde una edad en la que ni siquiera tenía idea de lo que eso era.
Sin ningún tipo de independencia, por eso no me dejó trabajar. Apuesto que la tarjeta para gastos que me dio, solo era otra forma para forzarme a entregarle esa herencia. Y la independencia que me dio el escarabajo, debió matarlo ceder ese control.
Bueno, casi me mata en ese momento.
El me necesitaba viva, pero sumisa y sometida, débil, manipulada, sin nada ni nadie a quien pedirle auxilio.
De esa forma no hubiese sido difícil obligarme a cederle nada.
Años y años de tortura física y psicológica, a su propia sangre, solo por dinero.
Mi tía debió haber interpretado mis pensamientos de algún modo, porque asintió. —La fortuna es tan grande, que tú, tus hijos y sus hijos no necesitarían trabajar, y con los intereses desde que se creó, debe haber triplicado su capital, esa cuenta es indetectable, llena de una y otra y otra capa de seguridad, es irrompible, nada ni nadie puede acceder a ella, solo tu. Y está dividida en plazos, a los 18, la mitad será liberada, a los 21 una cuarta parte, y la última…, con tu primer hijo —tomó una pausa—, si algo te pasara, o murieras, ese dinero, solo se esfumaría, se perdería.
Si, eso era, me necesitaba dócil, por eso me torturó tanto, todos estos años. Pero, yo era su hija, como pudo lastimarme tanto, solo por ambición, cuando lo más lógico es que lo hubiese compartido todo con ellos.
Oh, eso era.
Él no quería compartir, lo quería todo.
Dios. Toda esa información estaba haciendo desastres en mi cerebro. Era demasiado para asimilar. Recuerdo haber tenido el ligero pensamiento de que los golpes de Frank estaban disminuyendo, pero agradecí por las pequeñas victorias y creía que estaba cansándose. Eso hasta el incidente del escarabajo rosado.
Oh. Por. Dios.
Una bombilla alumbró mi cerebro, colocando un pensamiento impactante. Me levanté del sillón, sin poder contenerme. Una energía precipitaba en mí. Él lo sabía. Sabía que quería escapar.
—Tía Eleanor —tragué saliva—. ¿Recuerdas, que edad tenía yo cuando hicieron su plan?
Primero lució confundida por mi pregunta, pero después asintió. Con una sonrisa pequeña dijo lo que sellaría una de las profundas grietas de mi corazón.
—Tenias 13 años en ese momento, a punto de cumplir los 14.
Un jadeo fuerte salió de mí, y por inercia mi mano se fue a mi pecho. Mis rodillas se debilitaron y caí en la alfombra del salón. Me abracé con fuerza, mientras lo que quedaba en mis lagrimales, corría sin dominio, a lo lejos escuchaba que mi tía me llamaba, pero algo dentro de mí, se rompía y se unía. Lloraba y reía. Él lo sabía. Y ese pensamiento me afectaba mucho más que cualquier otra cosa de la que me he enterado.
Él lo sabía, y me respaldo, me protegió.
Nunca estuve sola.
Una vez que los temblores de mi cuerpo se calmaron, y las palabras podían salir, limpié las lágrimas con mis dedos, sonreí y se lo expliqué.
—Cuando tenía trece años, el tío Luca me preguntó qué quería de regalo por mi cumpleaños catorce, yo los había escuchado hablar sobre algo de cuentas que eran imposibles de rastrear —sonreía y sollozaba por el amor que había tenido, y solo hasta este momento había podido ver con claridad—. Yo le pedí una cuenta, recuerdo que me observó con mucho cuidado, después asintió muy lento, y como prometió, ese diciembre tenía una cuenta indetectable, el siguiente verano, me enseñó temas básicos de administración, y también a disparar, repasamos defensa personal con más ahincó, a partir de ahí, siempre estaba aprendiendo o practicando algo —mis ojos llorosos se encontraron con los húmedos ojos tristes de mi querida tía Eleanor—. Él lo supo en ese momento, cuando le pedí la cuenta, que iba a escapar. Con todo su poder y recursos, él podía detenerme, pero se encargó de entrenarme lo mejor que alcanzó, para que pudiera volar por mi cuenta.
La tía Eleanor se cubrió la boca con sus manos, asintiendo. —Recuerdo —hipo, bajando sus manos y tomando las mías—, recuerdo reclamarle que no me dejaba tiempo contigo, ¡oh dios! —sus labios formaron una pequeña sonrisa melancólica—. No te queríamos dentro de nuestro mundo, para protegerte, pero el —asentía una y otra vez, repitiendo mis últimas palabras—, hizo lo mejor que pudo.
Fue el mejor padre que pude haber tenido.
—Todo este tiempo, ustedes siempre estuvieron respaldándome, cuidándome, no sé cómo no pude verlo, me siento tan tonta.
—Es normal cariño, porque cuando estas en el infierno, no siempre es fácil ver quien está de tu lado.
Nos quedamos en silencio unos minutos, quizás ambas analizando lo que se había dicho. Sé que yo lo intenté, pero la verdad, era demasiado, demasiada información, demasiadas respuestas. Una pregunta rondaba mi mente, y era ahora o nunca.
—Tía, entiendo que no me digas algunas cosas, pero solo tengo una pregunta.