Después de 149 años, 12 meses y 364 días de viaje ininterrumpido a través del vacío, el Odysseus se mantenía en un silencio sepulcral. La nave, un faro de la ambición humana, continuaba su travesía mientras su tripulación dormía un largo sueño, ajena al paso de las décadas y la inmensidad del espacio.
De repente, la placidez se hizo pedazos.
Un rugido metálico estalló en el casco, y las paredes del Odysseus se sacudieron violentamente. Turbulencias incomprensibles zarandearon la gigantesca estructura, y una alarma generalizada perforó el silencio que había reinado por tanto tiempo. La luz roja de emergencia comenzó a parpadear frenéticamente por todos los pasillos, un pulso urgente que no encontraba respuesta. La tripulación, envuelta en la oscuridad de sus cápsulas de criostasis, permanecía inmóvil, ajena al caos que se desataba a su alrededor.
Hasta que la nave, en un acto desesperado de supervivencia, decidió despertar a su capitán.
Mi cápsula cobró vida con un repentino gemido. Luces anaranjadas y azules parpadearon dentro de ella, y un suave zumbido, que rápidamente se volvió un pitido insistente, me taladró los oídos. La cúpula, una fortaleza translúcida, permanecía cerrada.
Desperté de golpe, o al menos eso sentí. El aire me faltaba, una presión opresiva en el pecho. Mis ojos se abrieron en la oscuridad y el primer pensamiento fue confuso, desorientado. Acababa de cerrar los ojos, ¿verdad?
¿Ya hemos llegado? ¿Por qué no se abre? Las preguntas se arremolinaban en mi cabeza, una avalancha de incertidumbre. La bitácora de mi mente luchaba por ponerse al día con la realidad. Miré a mi lado, las hileras de cápsulas. Todas estaban intactas, sus ocupantes en la misma quietud que la última vez que los vi, sellados en sus sueños. Pero la mía no. Mi propia cápsula no obedecía.
Con una fuerza que no sabía que poseía, empujé la cúpula. La articulación gimió en protesta, pero cedió. Me arrastré fuera, y el aire que aspiré no alivió el ahogo. Sentí un nudo en el estómago. La falta de oxígeno no era un problema solo de la cápsula; era de la nave.
Un poco más tranquilo, o al menos con la adrenalina empujándome, me puse de pie. Lo primero que hice fue ir a la cápsula de Anika. La vi a través del cristal, con esa pequeña y serena sonrisa que le había puesto antes de que cayera en el sueño criogénico. Una punzada de afecto, y también de una urgencia fría, me recorrió.
Revisé la pequeña pantalla de la bitácora de su cápsula. Y el número me golpeó como un puñetazo.
149 años, 12 meses, 364 días.
Ciento cincuenta años. No un instante. No unas horas. Un siglo y medio.
Miré a mi alrededor, al módulo de criostasis semioscuro, con las cápsulas silenciosas de mi tripulación. Busqué desesperadamente una terminal cercana en la nave para entender qué demonios estaba pasando. Pero mi sexto sentido, ese que nunca me fallaba en situaciones de crisis, ya me lo gritaba: todo había salido catastróficamente mal.
Una terminal de servicio parpadeaba débilmente en un rincón del módulo, apenas visible entre las sombras. Me arrastré hacia ella, cada movimiento una carga para mis pulmones que protestaban. Mis dedos, torpes por la inactividad prolongada de la criostasis, lucharon por acceder al sistema. Cuando la pantalla cobró vida, la luz azulada iluminó el horror en mis ojos.
Los datos se desplegaron en cascada. La nave había llegado a su destino. Velaris. Estábamos aquí. Pero las buenas noticias terminaban ahí. Múltiples alertas rojas, una tras otra, llenaban la pantalla. El sistema de navegación principal indicaba un error catastrófico en el curso. El Odysseus estaba sin rumbo, a la deriva en algún punto del espacio, sin saber dónde exactamente.
Otros informes mostraban fallas en la integridad estructural, daños por impacto, y, lo más preocupante, una drástica pérdida de presión en el casco. El soporte vital estaba al mínimo crítico. La energía fluctuaba peligrosamente, apenas suficiente para mantener los sistemas esenciales en línea, y ni hablar del resto de la tripulación. Cada lectura era peor que la anterior, cada diagrama de sistemas un campo de batalla de errores y anomalías.
El Odysseus, el milagro de la ingeniería humana, estaba herido de muerte. Y yo, su capitán, era el único testigo de su agonía. La respiración se hizo más difícil, cada bocanada de aire una lucha, un recordatorio constante de que el tiempo se agotaba. Necesitaba llegar al puente. Necesitaba entender la magnitud total del desastre. Pero el camino, me di cuenta, sería una odisea propia, a través de una nave que ahora se sentía más como una tumba.
El aire en el módulo de criostasis era ya un castigo, denso y frío. Apenas pude mantenerme de pie, mi cuerpo se sentía como si lo hubieran atravesado mil agujas. Cada paso era una batalla. Mis músculos, atrofiados por un siglo y medio de inmovilidad, protestaban con cada intento de movimiento. Me apoyé en las paredes frías del pasillo, el metal gimiendo bajo mis dedos mientras avanzaba. Las luces de emergencia parpadeaban erráticamente, creando un laberinto de sombras que me desorientaba aún más. El escaso oxígeno me quemaba la garganta y me hacía ver estrellas. Era como escalar una montaña sin aire, cada bocanada una victoria, cada metro una eternidad.
Pero el puente me llamaba. Tenía que llegar. No era solo por mí. Era por Anika, por esa sonrisa congelada en el tiempo. Era por la tripulación, por cada alma que confiaba en mí. Era por Velaris, el nuevo hogar que habíamos prometido. Era por la humanidad, por el futuro que habíamos dejado atrás. Y era por mí, por la promesa que me había hecho de no rendirme jamás. Con una renovada y desesperada determinación, forcé mis piernas a avanzar con más decisión. El Odysseus me necesitaba. Y yo estaría allí.