Con la conciencia de haber ganado un tiempo precioso, aunque precario, Klaus no se permitió el más mínimo respiro. La fatiga del despertar forzado y la desolación de la situación eran abrumadoras, pero la imagen de las cápsulas silentes de su tripulación, y especialmente el panel ámbar de Kenji, lo impulsaban. El primer día, su objetivo era básico pero vital: asegurar su propia supervivencia a corto plazo para poder trabajar.
Regresó al módulo de soporte vital, esta vez con una perspectiva más clara, aunque el aire viciado seguía siendo una tortura para sus pulmones. Sus manos, aún torpes por el prolongado sueño, se movieron con una prisa desesperada sobre los paneles dañados. Los diagramas intrincados de los sistemas de filtración y reciclaje de la nave se superponían en su mente, intentando recordar cada detalle de su entrenamiento. Localizó una válvula de desfase de presión, apenas visible, que había quedado atascada por la vibración de los impactos repetidos. Con una herramienta multiusos, y forzando la junta con una fuerza bruta que no sabía que tenía, logró liberarla. Luego, con un circuito de puente improvisado utilizando cables de repuesto que encontró en un kit de mantenimiento de emergencia, logró estabilizar la microfuga que detectó en el sistema de purificación de aire primario. No era una solución permanente, pero era suficiente.
Inmediatamente, notó la diferencia. El aire, aunque todavía denso y con un regusto metálico, no era una carga tan opresiva. Sus pulmones comenzaron a recibir el oxígeno suficiente para que el zumbido constante en sus oídos disminuyera y el dolor de cabeza pulsante se aliviara ligeramente. Podría respirar mejor, pensar con más claridad, al menos por ahora. Era una pequeña victoria, una chispa de esperanza en la oscuridad abrumadora del Odysseus.
El resto de la primera semana, y toda la segunda, se desdibujaron en una monotonía agotadora y un silencio casi absoluto, roto solo por el tenue zumbido de los sistemas heridos de la nave y el martilleo constante de Klaus. Su vida se redujo a un ciclo implacable de análisis de sistemas, búsqueda de herramientas, reparación, y una lucha constante contra el tiempo y su propio cuerpo. La totalidad de su concentración se volcó en el módulo de energía principal. Sabía que este era el corazón de la nave, la fuente de vida para todos. Si no lograba restaurar un suministro de energía estable, todo lo demás era inútil.
Klaus pasaba horas, a veces días enteros, en las entrañas del módulo de energía. Se movía entre los enormes condensadores inactivos y los cables chamuscados, sus guantes cubiertos de hollín y grasa dieléctrica. Los diagramas técnicos se proyectaban en su visor de interfaz, superpuestos sobre la realidad desoladora de los componentes dañados. La sobrecarga que había provocado la falla en las bobinas de curvatura había afectado gran parte del sistema de distribución de energía, carbonizando circuitos primarios y fusionando paneles de control. Tuvo que desmantelar secciones enteras, utilizando palancas y herramientas de corte para separar el metal deformado, identificar fusibles quemados que solo él podía reemplazar con piezas de repuesto de emergencia, y puentear circuitos dañados con un ingenio que rozaba la locura. No era una tarea para una sola persona, y menos para una que acababa de despertar de un sueño de un siglo y medio, con el cuerpo aún resentido.
En el tercer día de su labor en el módulo de energía, mientras intentaba mover un pesado panel de acceso que bloqueaba una serie de conductos, sintió un dolor agudo y punzante en la espalda baja. Un lumbago brutal le recorrió la columna, haciéndole soltar un gemido ahogado. La combinación de la inmovilidad prolongada y el esfuerzo físico extremo había cobrado su precio. Cayó de rodillas, el sudor frío perlaba su frente, y por un momento, la idea de la derrota fue tentadora. Pero la imagen de Anika, la visión de Kenji en su cápsula dañada, y la fe de cada miembro de la tripulación dormida lo golpearon con la fuerza de un rayo. No podía detenerse. No debía detenerse.
Se obligó a levantarse, cada movimiento un tormento, pero su determinación era una fuerza más poderosa que el dolor. A partir de ese momento, cada acción, cada agacharse, cada levantar, fue un acto de pura agonía. Hubo días enteros en los que Klaus no durmió. Solo breves periodos de semiconsciencia, apoyado en una consola o en una pared, para luego levantarse y volver a trabajar, impulsado por el café sintético que preparaba con raciones mínimas y la adrenalina que lo mantenía en vilo. La soledad era un depredador silencioso que roía su cordura. No había nadie con quien consultar, nadie con quien celebrar los pequeños avances, nadie que lo relevara cuando el cansancio lo superaba. Se alimentaba de raciones de emergencia, su sabor insípido apenas registrado por sus papilas gustativas.
En un día indeterminado de esa segunda semana, mientras luchaba con un conducto de plasma recalcitrante, Klaus levantó la vista hacia la entrada del módulo de energía. La luz tenue del pasillo se filtraba por la abertura, un brillo débil en la penumbra. Por un instante, juró ver una sombra moverse, el destello de una figura. Su corazón se aceleró.
¿Anika?
Se imaginó su silueta entrando, su expresión de preocupación al verlo cubierto de hollín. Quizás Elif, con su energía inagotable, corriendo por el pasillo con alguna herramienta que él necesitaba. La mente, en su aislamiento, creaba espejismos de lo que más anhelaba.
"¿Estás aquí, Anika?" murmuró al aire, su voz áspera por la deshidratación y el desuso. "Si pudieras verme ahora. Ojalá pudieras… decirme que no es una locura, que esto tiene solución. Pero tú estás dormida, ¿no? Y yo... yo soy el único que puede sacarnos de esto. Cien, ciento cincuenta años de viaje, y termina aquí. Varados. Pero no lo permitiré. No mientras respire. Por ti, Anika. Por Diana, por Elif, por Kenji, por todos ellos. Por Velaris."