He llegado al Louvre. Por supuesto, no ha sido casualidad, lo andaba buscando. Su arquitectura me produce un severo escalofrío. Son todo gráciles formas áureas las cuales me resultan difícilmente comprensibles. Trato de seguir a estas formas con mi mirada, pero inevitablemente me pierdo en ellas.
Los jardines que rodean al museo son preciosos. Los arbustos están dispuestos conformando formas geométricas y los árboles comienzan a perder las hojas que caen de sus copas quedando desperdigadas por el suelo. El jardín es coloreado con los colores del otoño. Resulta hermoso, pero no me detengo a recrearme en él, otro día me perderé por estos jardines apreciando las flores. Hoy no me interesan. Continúo caminando, no siento estar adentrándome en un museo, me siento inmiscuido dentro de una inconmensurable obra de arte la cual me supera. Y por fin alcanzo al patio del museo. En su centro la pirámide cristalina se alza lanzando frágiles destellos que amenazan con quebrarse ante el más leve roce. Suspiro. Una vez más miro a mi alrededor tratando comprender que diablos está pasando. Me parece increíble encontrarme de nuevo en este lugar indescriptible después de tanto tiempo. Las sensaciones que transmite el Louvre son tan abrumadoras la primera vez que lo visitas como la última. Los turistas entorpecen el grandioso paisaje que mis ojos contemplan, pero no logran hacerlo menos hermoso. Ahora mismo son las cuatro de la tarde de un día de otoño. En toda la ciudad el cielo es horrible, pero aquí, en el Musée du Louvre, el cielo es una herida abierta de un azul vibrante a través de la cual se derraman los oblicuos rayos de un sol cada vez más próximo a su ocaso. El otoño es la estación que mejor le sienta al museo, incluso es mejor que la primavera pues esta estación lo envuelve de melancolía y logra sacar a relucir tonos dorados, anaranjados de la fachada. Hechizado por la arquitectura del lugar persigo una vez más con mi mirada cada filigrana que recorre el edificio y una vez más, tras largos minutos, me rindo pues vuelvo a perderme en sus formas que son tantas que harían falta un millar de ojos para poder apreciarlas todas.
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Tras una agónica espera consigo pagar mi entrada y adentrarme por entre las galerías del museo junto a una revoltosa masa de turistas. Me molesta tanto turista revoloteando por el lugar, yendo de un lado para otro, viéndolo todo sin realmente llegar a ver nada. Me molesta que traten de ver el museo al completo en un solo día, es imposible poder apreciarlo todo en un solo día. Me dan lástima, pobres ingenuos, no saben apreciar la belleza que se muestra ante sus ojos, belleza que les abandonará para siempre una vez regresen a su hogar y a sus ordinarias vidas. A mi también me abandonará esta belleza, pero trataré de retenerla en mi memoria el mayor tiempo posible.
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Mientras lentamente me adentro en el museo junto con esta masa que se retuerce, no puedo evitar pensar que esta será la última vez que visite el Louvre en mucho tiempo. Sin duda regresaré, no sé cuándo, pero regresaré. Durante los últimos días he recorrido durante horas las galerías del museo admirando sus obras, y sin embargo, aún hay partes del museo que me son ajenas debido a que no he tenido tiempo para visitarlas. En las galerías del Louvre las obras se suceden una tras otras y parecen no acabar nunca. Es tal la inmensidad de este museo que resulta inabarcable. Una profunda comprensión del mismo y las obras que contiene requeriría años de estudio. Y yo no sé cuando podré regresar a él. Este pensamiento causa gran pesar en mi persona, por lo cual trato de deshacerme de él para poder disfrutar por completo de mi última visita al museo, pero me persigue. Hoy, me digo a mi mismo, vengo a disfrutar por última vez antes de marcharme de todas esas obras que causaron gran impresión en mí y que aquí se encuentran expuestas en toda su grandiosidad para el deleite de quien sepa apreciarlas. Después, si me sobra tiempo, me perderé un poco por entre los infinitos pasillos del Louvre. Quiero que el museo me sorprenda como siempre lo ha hecho.
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Ahora asciendo por la escalera de Daru, al final de ella, desde abajo, ya puedo verla irguiéndose en perfecto equilibrio ante los impetuosos vientos griegos que agitan sus ropas ciñéndolas a su figura sinuosa. La Victoria de Samotracia. Decapitada y manca reposa grácil sobre la proa de un navío de mármol. El tiempo la ha maltratado. El tiempo ha arrancado partes de su figura y sin embargo, el tiempo, no ha conseguido destruir su belleza. Después de más de dos mil años no lo ha conseguido. La Victoria se alza imponente batiéndose contra los irreverentes achaques de su enemigo el tiempo. Hay decenas, tal vez cientos de turistas frente a ella, retorciéndose, bajando y subiendo de arriba a bajo por las escaleras y ninguno de ellos es tan estúpido como para no dedicarle un tributo a tan magnífica obra. La Victoria se yergue por encima de sus cabezas en un nuevo triunfo. Nada puede con ella.
Asciendo por la escalinata dejando atrás tan gozoso dramatismo y termino de adentrarme por los pasillos del Louvre. Por su puesto he ignorado toda esa sección repleta de tiendas de souvenirs y restaurantes. Una vez me adentro un poco más en el museo un sinfín de cuadros y esculturas me asaltan. Siento que todas estas obras se encuentran hacinadas, amontonadas unas encima de otras. Considero que no todas obtienen el lugar que les corresponde, sencillamente han sido allí colocadas como si tal cosa, lo cual no hace a la obra de por si menos hermosa y en realidad, en su conjunto, su belleza se ve potenciada.
Trato de captarlo todo con mi mirada en un ejercicio del cual soy consciente no estoy capacitado para llevar a cabo, pero tampoco me importa, yo no soy un turista más que por las galerías del museo se pasea impasible ante lo que sus ojos contemplan. Tal insensibilidad me crispa los nervios. No solo afean tan hermoso lugar con su masificada presencia, sino con además son incapaces de gozar por encontrarse en él. Están tan atestadas de turistas las galerías que resulta imposible no fijarse en ellos. Algunos posan frente a los cuadros adoptando una expresión muy severa en sus rostros, se llevan el pulgar y el índice a la barbilla o se ajustan sus gafas, fruncen el seño y asienten con la cabeza como tratando de hacer ver a los demás la profunda lectura que están realizando de la obra ante ellos, aunque la mayoría ni siquiera se molesta en fingir, simplemente recorren el museo a toda prisa, yendo de un cuadro a otro, de una escultura a otra, de un resto arqueológico a otro. No les importa lo más mínimo el arte, tan solo les importa decir que estuvieron en Paris, que pudieron visitar el Louvre y que allí vieron la Gioconda. Pobres desgraciados, me dan ganas de vomitar. Uno nunca llega a acostumbrarse del todo a estas cosas por muchas veces que le toque vivirlas. Me entristece ver como son tan solo unos pocos lo que como yo de verdad disfrutan del museo y sus obras de arte. Aunque supongo que no debería ser tanta mi molestia con los turistas, a estas alturas, ellos también forman parte del museo como forma parte del museo la Victoria de Samotracia.