Gemma
Si hay algo que he agradecido durante el transcurso de mis años, es el hecho de haber crecido como ser humano en medio de un mundo de oportunidades que fui construyendo de a poco en el camino de mi vida. Nunca he podido quejarme, realmente, de lo que he tenido que vivir, habiéndome reservado muchísimas cosas a las que ahora le doy cabida, si miro atrás.
El pasado es como una madeja de elementos no siempre malos, porque es como un día pasando sus veinticuatro horas y en ese periodo pudiste haber tenido el mejor día de tu vida y sabes que es real porque algo en ti se siente bien. A diferencia de lo malo, que termina angustiándonos al asentar ese sentimiento al que le pedimos con muchas ganas que situaciones como esas, no se vuelvan a repetir.
Creo que a esa parte de mi vida le rogué con muchas fuerzas, aunque no siempre funcionó, porque debí aprender en el trayecto tomado sobre diferentes tipos de personas a conocer en la vida.
En mi burbuja de introvertida no lo vi llegar. De hecho, ni siquiera me esperé que un sentimiento me llevara a momentos de angustia donde no podía hablar con nadie o siquiera poder emitir alguna petición para que todo se terminara. Y es en ese punto donde encuentras que la vida, a pesar de ser tan buena, tiene su propio espacio de maldad al que nos debemos enfrentar aunque no queramos.
De más chica, pensaba a todos por igual. Sin malas intenciones, sin riñas, ni pleitos que no tuviesen una solución exacta. Creía que las personas mayores arreglaban sus problemas de un modo más civilizado, porque al menos en casa era así. El problema es que con los años absorbes tanto de ello, que no crees que los demás usen otro modo de convivencia hasta que sales al mundo real.
En la escuela, entonces, vas aprendiendo que nada es lo que parece, que cada quien toma sus propias decisiones sin pensar abiertamente en algún resultado a lo pensado como bueno. Creces mientras el mal va dándote una cara tan distinta a la del bien y ahí sabes que las burbujas no solo se explotan con las manos o al recibir mucho aire a la hora de sacarlas de su recipiente cuando la soplamos por el orificio. También se rompen en los instantes que la vida pone delante de ti sin merecerlo, porque existen seres humanos dispuestos a obtener sus conveniencias a costa de los demás, de sus propios sentimientos.
Eso lo aprendí con aquel chico de mi escuela, del cual ya les he contado y con quien viví lo que cualquiera llamaría un infierno. Yo, personalmente no busco llamarlo de algún modo que lo insulte, tampoco quise decirle palabras obscenas a la hora de enfrentarlo, de decir la verdad frente a mis padres y mi hermano.
Aún no estaba preparada para el mal, para ser igual a él o llevarme a un nivel de donde me sostuviera con deseos de hacerle lo mismo. Darle una cucharada de su propia medicina no servía nada, no obstante, ir a ese consultorio donde Amelia me ayudó a salir adelante, sí lo hizo.
Ella fue quien me demostró que se podían obtener miles de oportunidades, además de saber que no había nada malo en mí por más que me sintiera mal. No era fácil aprender a ser vulnerable, un blanco de cualquiera que me viera o se acercara a mí con tal de buscar alguna conversación o relación conmigo, así que en el transcurso que no asistía a su consultorio, ese donde los horarios fueron cambiando de a poco, desarrollé los ataques de pánicos ligados a la ansiedad de un escenario que hacía de mí la nada misma.
Me cohibía o aceptaba cada cosa dicha, si acaso alguien se burlaba, si intentaban sobrepasarse, mi modo de defensa era esconderme dentro de mí misma al punto de quedarme estática, sin poder reconocer a ciencia cierta cómo había comenzado mi día antes de terminarlo.
Aprendí a huir, a dejar que la gente me hiciera daño mientras lidiaba con un “yo” nada dispuesto a dejarme vivir, a correrle al mundo, a escaparse de él para siempre.
Dejé de ser quien confiaba ciegamente en los demás, dándome cuenta las veces en la que estuve en frente de lobos que buscaron hacerme daño.
Nadie parecía comprender mi pasado, lo vivido. Mis pastillas empezaron a ser tan necesarias como respirar, me hice una joven liderada por ellas, generando lo que yo no lograba, pero del mismo modo, comprendí la dependencia. Ese abismo que se crea como un refugio de aquello a lo que no quieres enfrentar, ni atreverte a cruzarlo para salir adelante. Fue parte de una pequeña condena que no quise aceptar por mucho tiempo, sino que busqué maneras, ejercicios, cualquier cosa necesaria para poder sanar lo que estaba roto desde antes.
Junto a Amelia me di la oportunidad de abrirme al mundo cuando me negué a seguir tomando las pastillas. Quería ver por mí misma, dejar de tenerle miedo al miedo, a lo que me seguía rondando, a aquello que yo no podía evitar ni solucionar por mucho que lo intentara.
Poco a poco decidí abrirme al mundo, aceptando con la terapia lo que yo no iba a cambiar, aunque sí podía darme la ayuda a mí, por más que alguna situación me rebasara. En algunas situaciones apenas reaccionaba, en otras hacía frente, no obstante, nunca supe cómo ir hacia delante a la hora de poner en juego mis sentimientos, queriendo amar a alguien por primera vez.
Fue ahí donde conocí a Alfred. Cuando lo descubrí en esa cafetería, mirándome de vez en cuando con una sonrisa. Siempre intenté que no notara lo sonrojada que estaba, el hecho de sentir su mirada sobre mí, hasta que se acercó para hablarme.