Fea | Editando

12: BLANCO Y NEGRO

Guardó el sobre dentro de la maleta, soltando un suspiro antes de cerrarla, volviendo su vista hacia el echo un momento. Pasó una mano por su rostro, sintiendo que el corazón le latía más rápido de la cuenta, al tiempo que su cabeza comenzaba a doler de forma intermitente.

Por alguna razón tenía nervios y ni siquiera llegaba la hora de partida. Aún debía volver a la oficina para seguir organizando unas cuantas cosas, lo cual traería consigo que tuviera que encontrarse con su jefe.

Su jefe… Ese hombre que estaba consumiendo parte de su energía, junto con sus pensamientos; estaba adentrándose sin que pudiera evitarlo, sin que tuviese alguna queja contra eso, porque si era sincera, él le gustaba. Negarlo sería lo más absurdo que podría hacer sabiendo lo que pasaron el día anterior, además de haberlo tenido en la cena sin premeditarlo y que a pesar de eso, le agradara más que a su madre.

Con ella iba a tener un conflicto por un tiempo, hasta que pudiese adaptarse a lo que sucedía, aunque lo único que rogaba era que pasara lo más rápido posible, porque no quería estar entre la espada y la pared. No se lo merecía, después de todo, además de que no podía prohibirle que comenzara a vivir lo que no llegó a ser con Alfred.

۝

Empujó la puerta, recibiendo el aire fresco del lugar, caminando hacia la recepción donde reposaban las bolsas con los pedidos que llevarían para la actividad.

Se encargó de clasificarlos ante de llamar para que pasaran a recogerlos. Tenían que estar en el lugar mucho antes que ellos, sin embargo, que llevaran desde la tarde anterior ahí, solo aumentaba la frustración por no tener a alguien en la recepción que pudiese encargarse de ese trabajo. Ella no podía hacerse cargo de esa parte, no cuando ya ocupaba casi todo su tiempo en sobrevivir a sus responsabilidades.

Subió a la última planta luego de confirmar que el vehículo salía a su destino, así que tomó asiento, reposando ambos brazos sobre la madera del escritorio antes de dejar caer su cabeza en sus manos que la recibieron de forma cansina.

Cerró los ojos, pensando en lo que tendría que hacer el día siguiente; la lectura de esa carta iba a marcar un después en todo lo que pasaría más adelante en su vida. No solo pasaría como una empleada más, también tendría el privilegio de expresar las palabras de una mujer que comandó esa empresa por varios años, aparte de que la prensa estaría sobre ella desde el minuto en que pisara esa plataforma, hasta que saliera de su vista.

Y quizás eso solo lo suponía, porque si llegaba el caso de que notaran el más mínimo acercamiento entre Alvaro y ella, entonces las cosas se tornarían de otro color. Uno más oscuro que no necesitaba, sabiendo que con lo ya vivido era suficiente.

El teléfono de la estancia resonó unos segundos antes de darse cuenta que alguien había contestado. Ahora, cada vez que el aparato timbraba, Alvaro tenía la oportunidad de tomar la llamada, lo que haría más llevadera la situación si no quería contestar números desconocidos que no aparecieran en el identificador de llamadas. Justo como en ese momento.

Soltó la respiración contenida, caminando hacia la oficina. Tomó el pomo de la puerta, abriendo con cautela mientras lo escuchaba hablar en un tono nada grato.

Cuando su jefe la notó, su semblante fue cambiando de a poco, como si quisiera ocultar lo que estaba sucediendo, aunque no valiera la pena. La vulnerabilidad de ese hombre podía verla aún si tuviese una armadura de hierro puesta, ocultando todo su cuerpo.

—Debo dejarte. —Enunció, pasando una mano por su cabeza en señal de frustración, sin poder apartar la mirada de la mujer frente a él.

—¿Qué? ¿Acaso tienes que atender algo más importante? Digo, hace tiempo no hablas con tu querido hermano. —Apretó el aparato, resoplando.

—Hermanastro, Sebastian. —Farfulló, mirando en otra dirección que no fuera Gemma —. Y esta es la última conversación que mantendremos antes de tenerte frente a mí mientras te ponen las esposas. —La risa que escuchó desde la otra línea lo hizo soltar una maldición en tono bajo.

—Déjame decirte algo, Alvarito. —Murmuró en tono burlesco —. Si fuera por mí, ya estarías en la calle, sin los recursos para pagar la pensión de tus hijos, ni para mantener a tu querida secretaria…

—Sebastian.

—No, Alvaro, no voy a callarme ahora. —Espetó —. Agradece que solo fueron los distribuidores de México, que no hice un paseo por todos los países donde hay establecimientos de la empresa. Una empresa que era mía, por más poca sangre que compartiera contigo. Yo debía estar en tu silla, tener a tus empleados y estar acostándome con esa mojigata pelirroja que tanto proteges, pero lamentablemente, hiciste todo para que nada pasara. —Tomó una pausa, volviendo a reír, esta vez sin alguna pizca de diversión —. Debí acabarte, ¿sabes? Pude hacerlo, sin embargo, tengo dos sobrinos que no lo merecen, así que sí, esta será la última vez que sepas algo de mí y que conste, ya no necesito nada de tu patrimonio. No mientras te recuperas de esos números falsos que generé sin que te dieras cuenta. —Prosiguió, al tiempo que Alvaro tomaba asiento en su lugar —. Hasta pronto, Alvaro Dunne. —Cortó la llamada sin que pudiera emitir palabra, terminando por hacer que Alvaro golpeara la madera de su escritorio con fuerza.

¿Hasta cuándo? ¿Hasta qué punto iba a pesarle aquella decisión en la que no tuvo voto por ser solo un adolescente. ¿Cómo iba a sacar de su cabeza esas discusiones? ¿Ese día en que su matrimonio, también sufrió represalias por sus responsabilidades? Estaba cansado, por más que amara lo que hacía. Lo que estaba detrás solo traía dolor, remordimiento y tristeza. Mucha tristeza que intentaba ocultar.




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