Fea hasta que eligio su belleza

PRÓLOGO

Tenía ocho años cuando entendí que había nacido en el vientre equivocado.

Mi madre siempre decía que arruiné su vida antes siquiera de aprender a respirar. Y lo decía sin temblarle la voz, sin culpa, como si fuera tan real como la sangre que corre por mis venas.
Yo crecí escuchando que fui un error… y al principio pensé que todos los niños lo eran. Que era normal que las madres evitaran mirar a sus hijas. Que era normal que un cumpleaños empezará con un reproche.

Aquella mañana —mi octavo cumpleaños— no fue diferente.

No te queda ese vestido, Lara —dijo mi madre desde la puerta, con los brazos cruzados y la misma mirada vacía que siempre me clavaba—. Pareces un saco de papas anudado. ¿Por qué no puedes ser más… delicada? Cómo yo lo era.

La frase “como yo lo era” la repetía tanto que parecía un rezo, un fantasma.
Ella había sido modelo, de esas que se creen hechas de luz y perfección. Yo sólo era la sombra que nacía detrás de esa luz… una sombra que nunca pidió nacer.

Me giré hacia ella, sintiendo la tela áspera del vestido que me había escogido la abuela el año pasado. A mí me gustaba. A mamá no.

—Pero… es mi cumpleaños —murmuré, como si eso pudiera suavizarla.

—Peor aún —respondió, dándome una mirada rápida de la cabeza a los zapatos—. Que sea tu cumpleaños no te convierte en bonita.

Tardé años en entender que mi madre nunca me vio como una hija. Me vio como el recordatorio viviente del final de su carrera. Como la evidencia de que el hombre importante que la embarazó nunca pensó quedarse.

Yo… fui su caída en desgracia.

Pero entonces, como todos los días que amenazaban con quebrarme, la puerta principal se abrió de golpe.

—¡Lara, mi pequeña luna! —la voz cálida de mi abuela llenó la casa como si hubiera abierto las ventanas para que entrara el sol.

Ella.
Mi único refugio.
Mi primer hogar.

Mi abuela, Alma Solis, no era como las demás mujeres de la ciudad. Ella tenía manos suaves pero firmes, olor a romero y a tierra húmeda, y un conocimiento profundo sobre plantas, ungüentos y secretos antiguos que se murmuraban en las montañas.

Era una curandera, una mujer sabia, una que veía belleza donde otros sólo veían defecto. Y me vio a mí.
Desde el primer día me vio.

—¿Estás lista, mi niña? —preguntó, ignorando la presencia de mi madre con la misma elegancia con la que se ignora una corriente de aire fría.

Yo asentí de inmediato, corriendo hacia ella. Su abrazo fue ese tipo de abrazo que protege del mundo y cura al mismo tiempo.

—Van a salir —dijo mi madre con desdén, revisándose las uñas como si fuéramos un estorbo.

—Hoy es su cumpleaños, Elena —respondió mi abuela sin perder la calma—. Vamos a escoger un regalo.

Mi madre soltó una risa seca.

—Regalo… para esa niña que ni siquiera se parece a mí.

Mi pecho se apretó, pero la abuela me tomó la mejilla con sus manos tibias.

—No necesitas parecerte a nadie para valer —me dijo bajito, sólo para mí.

Me sonrió. Y en esa sonrisa encontré el tipo de amor que sostiene vidas enteras.

Salimos de la casa mientras mamá seguía murmurando cosas sobre cómo “una niña fea no debería malgastar la ropa”.
Yo ya estaba acostumbrada.
Pero ese día… algo en mí empezó a cambiar.

El camino hacia la tienda era de tierra, bordeado por árboles que parecían guardar silencio cuando la abuela pasaba. Ella caminaba lento, con el bastón de madera que usaba desde hacía años, aunque no lo necesitara realmente.

—Lara —dijo de pronto, sin mirarme—. ¿Sabes por qué tu madre está así?

Negué.

Ella soltó un suspiro profundo.

—Porque teme envejecer —continuó—. Porque teme perder lo único que cree que la hacía valiosa: su belleza. Ella nunca aprendió a mirar hacia adentro. Tú no cometas ese error.

Guardé esas palabras como se guarda un tesoro.
En ese instante no entendía mucho, sólo que mi abuela hablaba con los árboles como si ellos le respondieran. Pero años después entendí que esa frase… sería la raíz de todo lo que yo llegaría a ser.

La tienda de la señora Estela olía a madera y vainilla. Había muñecas, libros, vestidos con volantes y cajas misteriosas con lazos rojos.
Mis ojos se llenaron de brillo.

—Elige lo que quieras —dijo la abuela, con esa sonrisa que siempre hacía que mi corazón dejara de doler.

Me quedé mirando todo, pero algo llamó mi atención en un estante alto. Una caja antigua, de madera oscura, tallada con símbolos que no entendía.
La abuela siguió mi mirada.

—Ah… eso —murmuró, con un matiz extraño en su voz—. Pertenece a otra época.

—¿Qué es? —pregunté curiosa.

—Nada por ahora —respondió, evitando el tema—. Será tuyo cuando estés lista.

Yo no sabía que ese objeto —ese regalo que no pude tomar todavía— sería el comienzo del destino que partiría mi vida en dos.



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Editado: 30.12.2025

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