Lara
Llegar a casa debería haber sido un alivio. Un momento de silencio después de un día largo, de insultos y humillaciones. Pero lo que encontré me partió en mil pedazos.
El portón del edificio estaba abierto, y un grupo de hombres desconocidos arrastraba muebles, cajas y mi vida entera hacia la acera. Cada paso de ellos hacía que el corazón se me rompiera un poco más. Mi madre estaba allí, gritando, su voz rota, intentando pelear contra la realidad que la supera.
—¡Esto es un abuso! ¡No pueden hacer esto! —gritaba mientras uno de ellos levantaba una silla como si pesara nada—. ¡Es nuestro hogar, no tienen derecho!
Intenté acercarme corriendo, pero el miedo me paralizó. Mi garganta estaba seca, los ojos llenos de lágrimas que no se atrevían a caer todavía. Mi bolso de siempre estaba colgado de mi hombro, ligero e inútil frente a la enormidad de lo que nos estaba pasando.
Y entonces vi a mi mejor amiga Clara, corriendo hacia nosotras. Clara siempre ha tenido esa habilidad de aparecer justo cuando más se la necesita. Su voz firme trataba de calmar a mi madre mientras me lanzaba una mirada de advertencia.
—¡Tranquila, Lara! —me dijo—. Respira. Yo hablo con ellos.
Asentí, aunque mis manos no dejaban de temblar.
Vi cómo Clara se acercaba a los hombres, con un tono firme y suplicante, intentando negociar, pedir tiempo, cualquier respiro que nos permitiera salvar algo. Pero ellos no tenían corazón. Sus manos arrastraban cajas sin consideración, sus ojos eran fríos y calculadores, y sus palabras… palabras duras como piedras:
—No tenemos tiempo ni ganas de escuchar a nadie. El dueño dijo desalojo inmediato.—Su situación no nos importa.—Todo lo que tenemos que hacer es sacar las cosas y seguir con nuestro trabajo.
El mundo entero se volvió un ruido metálico. El sonido de la madera golpeando el cemento, el chirrido de las ruedas de los muebles, los gritos de mi madre, los insultos de los hombres… y yo estaba atrapada en el medio, sintiéndome completamente inútil.
Intenté acercarme más.
—Por favor… —mi voz temblaba—. Denos unos días más… ¡Sólo unos días!
Uno de ellos me miró con desdén, como si yo fuera un insecto.
—Ni un día más. No nos interesa tu vida ni tus súplicas.
Y siguieron con su tarea.
Mi madre seguía gritando, intentando mover algo de los muebles, desesperada, y yo corrí hacia ella, queriendo ayudarla, intentar sostenerla, pero ella estaba demasiado consumida por la rabia y el miedo.
—¡Lara! —gritó—. ¡Aparta! ¡No me detendrán!
Y entonces sucedió.
Uno de los hombres abrió la puerta de la escalera demasiado rápido, y mi madre, al intentar pasar, resbaló en el borde de los escalones. El tiempo pareció detenerse y sentí un grito atrapado en mi garganta mientras la veía caer, rodando por las escaleras. El mundo se volvió un estallido de dolor y desesperación: sus gritos, el choque de su cuerpo contra los escalones, el olor a polvo y sudor, las cajas cayendo a nuestro alrededor.
—¡Mamá! —grité, corriendo hacia ella—. ¡Mamá, despierta!
Clara me seguía de cerca, su rostro tenso, sus manos tratando de sostener a mi madre mientras yo tocaba su frente, sus brazos, intentando sentir que estaba bien, que sólo había sido un susto. Pero ella estaba inconsciente, fría y pesada en mis brazos, y mi corazón se rompía más con cada segundo que pasaba.
Los hombres no mostraban compasión.
—¿Van a quedarse ahí llorando o van a apartarse? —preguntó uno, impaciente, como si estuviéramos estorbando en su rutina.
No les importaba nada.
Nada.
Nada de lo que era nuestra vida, nuestra historia, nuestro dolor.
Sentí un vacío enorme dentro de mí.
Un agujero negro donde la rabia, el miedo y la impotencia se mezclaban.
Todo lo que había aprendido sobre plantas, cremas, fórmulas, sobre cómo crear belleza, parecía inútil frente a esta crueldad tan humana y tan absurda.
—¡Por favor, por favor! —grité de nuevo, pero mi voz se perdía entre el caos.
Clara intentó llamar a una ambulancia mientras yo sostenía a mi madre, sintiendo cómo su respiración era débil, cómo su cuerpo temblaba, cómo el mundo nos había abandonado en segundos.
No había justicia.
No había compasión.
Solo dolor, ruido y mi corazón quebrado.
Mientras la ambulancia no llegaba, me senté en la acera con mi madre en brazos, llorando sin sonido, viendo cómo nuestra vida era sacada a la calle, caja por caja, como si nuestra existencia no valiera nada.
Y en ese momento entendí, con claridad terrible:
El mundo no siempre premia la bondad, el esfuerzo o la paciencia.
El mundo es cruel, injusto…
y yo tenía que encontrar la forma de sobrevivir en él.
Porque si no lo hacía… perdería mucho más que un departamento.
Perdería la esperanza.
El olor del hospital siempre me había parecido una mezcla de desinfectante y miedo. Hoy no era diferente. Cada pasillo blanco y cada sonido metálico parecía recordarme lo frágil que era nuestra vida, y lo rápido que podía desmoronarse.
Clara estaba a mi lado, su mano apretando la mía con fuerza. Su mirada me decía lo mismo que su voz no podía pronunciar: “Todo estará bien… más o menos”.