Lara
La brisa helada del puente me corta la piel mientras sigo allí, temblando, con la vista fija en el vacío que se abre debajo de mí. El rugido de los autos no logra apagar el eco de mis pensamientos ni el peso que aplasta mi pecho. Todo duele. Todo se siente inútil. No tengo casa, no tengo dinero, no tengo oportunidades. Ni siquiera pude conservar el dinero que mi tío me dio con tanto sacrificio.
Y lo peor… soy yo. Siempre yo.
La fea. La que nunca encaja. La que no tiene nada.
La que nadie ve.
—No lo hagas, mi niña.
La voz me atraviesa como un rayo. Una voz cálida, vieja… imposible. Me giro apenas, con el corazón frenético, y ahí, a pocos metros, de pie sobre el puente como si fuera lo más normal del mundo… está ella.
—A-abuelita… —susurro, sin aire.
No puede ser. No es real. Mi abuela murió cuando yo tenía once años. Recuerdo su entierro, las flores, las lágrimas. Recuerdo cómo el mundo se vino abajo para mamá… y para mí.
Pero ahí está. Sonriendo. Con el mismo vestido floreado que usaba para cocinar los domingos. Con ese cabello recogido y esa mirada que siempre veía más de lo que la gente decía.
—Mi niña, baja de ahí —me pide con dulzura—. No has venido tan lejos para rendirte ahora.
Las lágrimas se me derraman. Me aprieto los brazos, sin saber si estoy loca, si estoy soñando, o si realmente… esto está pasando.
—¿Por qué? —mi voz sale rota—. ¿Por qué todo me sale mal? ¿Por qué yo?
La figura de mi abuela camina hacia mí, pero sus pies no hacen ruido en el metal del puente. No debería sorprenderme. No debería asustarme. Pero lo hace.
—Porque estás hecha para más —responde con firmeza suave—. Y eso, mi niña, asusta a la vida antes de darte lo que te pertenece.
Bajó lentamente del borde. Mis piernas todavía tiemblan.
—No entiendo nada —lloro, cubriéndome la cara—. Perdí todo. No puedo pagar el hospital, no tengo casa, no tengo nada. ¿Qué se supone que haga?
Mi abuela se detiene frente a mí. Huele a jazmín, igual que antes, igual que siempre.
—Vas a cambiar tu destino —dice con calma, como si estuviera dándome la instrucción más natural del mundo.
Parpadeo.
—¿Cómo? ¿Con qué? ¡Ni siquiera tengo dinero para tomar un taxi!
Ella sonríe, esa sonrisa que me hacía sentir segura aunque la vida se derrumbara a mi alrededor.
—Tienes algo más valioso. Tienes mi legado.
La sorpresa me hace olvidar por un instante mi tristeza.
—¿Qué legado?
Ella inclina la cabeza, como si esperara que lo recordara sola.
—Mi receta.
Mi ceño se frunce. ¿Receta? ¿De qué está hablando?
—La escondí —explica con serenidad— dentro de la tapa del cuaderno que te regalé en tu cumpleaños número once. Ese cuaderno azul con mariposas doradas. ¿Lo recuerdas?
Mi estómago se revuelve.
Sí, lo recuerdo.
Lo guardé como un tesoro. Está en una caja vieja dentro de mi mochila… en el cuarto de mi tío.
—¿Por qué una receta? —pregunto, confusa—. ¿Qué tiene que ver eso con… todo esto?
La mirada de mi abuela se vuelve profunda. Misteriosa. Casi… sobrenatural.
—Porque no es una receta común, Lara. Es una preparación que cambiará tu vida si la haces bien. Fue creada para proteger, para transformar… para abrir los caminos que están cerrados.
Mis labios tiemblan.
—Abuela… yo no soy especial. Solo soy…
—Eres mi nieta —me interrumpe, con fuerza—. Y eso basta para que el mundo tiemble cuando decidas levantarte.
Mi corazón late tan fuerte que casi me da miedo.
—¿Qué tengo que hacer?
Ella me observa con una mezcla de orgullo y urgencia.
—Ve al cuaderno. Encuentra la receta. Síguela al pie de la letra. No tengas miedo del cambio.
Es hora de reclamar tu destino, mi niña.
El viento sopla fuerte, levantando mi cabello, y por un momento, cierro los ojos. Cuando los abro…
Mi abuela ya no está.
Solo el sonido del tráfico. El cielo gris. El vacío donde hace un segundo había esperanza en forma de fantasma.
Pero por primera vez en mucho tiempo… mis piernas se mueven solas.
Camino.
Sin saber qué me espera, pero aferrándome a esa pequeña chispa que ella encendió.
Mi abuela quiere que cambie mi destino.
Y voy a hacerlo.
Aunque tenga que enfrentarme al mundo entero.
***
El cuaderno estaba sobre la mesa, abierto por una página que jamás recordé haber leído.
La tapa interna, gastada por el tiempo, ocultaba una hoja pegada con sumo cuidado. Al despegarla, mi respiración se detuvo.
Ahí estaba.
La receta.
No era un simple listado de ingredientes. Estaba escrita a mano, con la letra inclinada de mi abuela, mezclando palabras antiguas, símbolos extraños y pequeñas anotaciones al margen. Plantas que reconocía… y otras que jamás había visto en ningún libro de cosmetología.