Felice$ para $iempre

Capítulo 11: Regreso del Hijo Pródigo

Tres años. El tiempo no había hecho más que acentuar las cicatrices de la mansión Langston. El mármol blanco, antaño impoluto, ahora lucía grietas en las esquinas. Los jardines, meticulosamente cuidados en mi juventud, parecían ahogados bajo la sombra imponente de la casa. Me bajé del auto, la maleta pesando en mi mano como un ancla, y me quedé mirando la fachada, sintiéndome un extraño en mi propia historia.

La puerta principal estaba entreabierta. Una grieta oscura, una invitación al mundo que había jurado dejar atrás. Unos gritos quebraron el silencio, voces que reconocí al instante: mis padres. Sus palabras, agudas y cargadas de furia, se filtraban a través del cristal.

La puerta, apenas abierta, me invitaba a entrar en el torbellino. No me moví, dejando que el adelanto de la tormenta me azotara desde dentro.

—¡Es tu culpa! ¡Tú lo mimaste! —la voz de mi padre, Duncan, era un siseo furioso, seguido de un golpe seco que hizo vibrar el cristal—. ¡Siempre le dabas todo lo que quería!

—¿Y tú qué, Duncan? —la voz de mi madre se quebró, pero no se rindió—. ¿Creíste que con tus exigencias y tus gritos conseguirías algo? Lo único que hiciste fue alejarlo.

—¡Se alejó él mismo cuando decidió ser un fracasado! —replicó mi padre, con un tono tan venenoso que me hizo retroceder—. ¡Tres años sin una llamada! ¡Tres años sin dar señales de vida! ¿Te parece normal?

—¿Y a ti te parece normal que le dijeras que no era bienvenido aquí si no se convertía en el abogado que tú querías? —gritó mi madre. Su voz estaba cargada de tanto dolor que pude sentirlo incluso a distancia.

Mi padre se quedó en silencio por un momento, y luego su voz regresó, más baja, pero letal.

—Si no le enseñamos a ser fuerte, el mundo se lo va a comer.

Abrí la puerta. El silencio cayó como un telón de terciopelo. Mis padres estaban de pie en el vestíbulo, los rostros enrojecidos y tensos; la misma escena de mi infancia, pero ahora con más arrugas y canas. Mi padre me miró, sus ojos azules tan fríos como el hielo de un glaciar.

—Vaya, vaya. El hijo pródigo ha vuelto —dijo, la ironía en su voz un cuchillo afilado—. ¿A qué debemos este honor? ¿Necesitas dinero, quizás?

—Hola, papá. Mamá —saludé, con un tono monótono, intentando no mostrar lo mucho que sus palabras me habían afectado—. No, gracias. Todavía no me he muerto de hambre.

Mi madre dio un paso hacia mí, los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—¡Hijo! —susurró, y luego me abrazó con fuerza. La fragancia familiar de su perfume me invadió, un ancla efímera en medio de la tormenta.

—¿Tres años? —dijo mi padre, con la voz dura—. ¿Por qué?

—¿Oh, por qué? —me reí, y el sonido fue hueco y amargo—. Me di cuenta de que este lugar se me había quedado pequeño. Además, escuché que necesitaban ayuda para regar las plantas, y no estaba seguro de si la sirvienta podía hacerlo sola.

Mi padre apretó los puños.

—No tienes ni una pizca de respeto.

—Oh, tengo mucho respeto —respondí, con una sonrisa sarcástica—. Mucho respeto por tu brillante idea de intentar convertirme en un robot sin alma para que te sintieras orgulloso. ¿Funcionó?

Mi madre me soltó, mirándome con una mezcla de pánico y dolor.

—Por favor...

Mi padre la ignoró, como siempre. Su mirada se clavó en la mía, una batalla de voluntades.

—Mira. No sé a qué viniste, pero esta casa no es un hotel.

—Quédate tranquilo. Solo vine a recoger unas cuantas cosas. No me quedaré mucho. No podría soportar tanta... felicidad.

Dejándolos atrás, me dirigí a las escaleras, la maleta aún en mi mano. Subiendo los escalones, la culpa me pesó más que el equipaje. No era solo la huida de la que hablaban mis padres lo que me atormentaba, sino la persona a la que había dejado atrás. Kara.

Su nombre era un fantasma que rondaba en mi cabeza. Su recuerdo, una daga clavada en el pecho, solo acentuaba la culpa. El fantasma de Alex, su exnovio, había sido quien me había recordado la mentira. La mentira que ella había usado para protegerme. Kara me había dicho que no quería que me sintiera así, y que lo nuestro tenía que terminar porque le estaba haciendo más daño que bien. Sus palabras eran como dagas que me atravesaban, y me sentía estúpido, cruel y arrepentido.




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