—¡Déjame ir, Dax! —grité, intentando zafarme de su agarre. Mi voz era una mezcla de furia y súplica—. ¡Ya te pagué! ¡Déjame salir de este coche! ¡Quiero volver al bar!
Me encogí en mi asiento, pegada a la ventanilla, intentando crear la mayor distancia posible entre nosotros. El silencio del coche era ensordecedor, roto solo por nuestras respiraciones forzadas. Sentía su presencia abrumadora, el calor que emanaba de su cuerpo y la tensión que lo envolvía. Cada fibra de mi ser gritaba incomodidad.
Mi mente, traicionera, se aferró a recuerdos que intentaba borrar: el suave balanceo de la mano de Dax entrelazada con la mía en la cena familiar, su sonrisa genuina en la foto del parque, la forma en que sus ojos se iluminaban cuando veía a Lilo. Cada recuerdo era un dardo envenenado que me recordaba la mentira en la que viví y lo mucho que me había dolido. Y ahora, aquí estábamos, los dos en un silencio tenso, yo reviviendo el dolor, él intentando salvar algo que yo creía roto para siempre.
—¿Por qué? —dijo su voz grave, rompiendo el silencio—. ¿Para volver con él?
Apreté mis labios, evitando mirarlo. El desprecio en su voz me hizo temblar. El dolor se había vuelto un nudo en mi estómago.
—¡No es tu problema! —espeté, mi voz apenas un susurro.
—¡Claro que lo es! —gritó, su voz cargada de una furia contenida—. ¡Eres mi problema, Kara! ¡Siempre has sido mi problema desde el momento en que entraste en mi vida con tu estúpido contrato!
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero me negué a dejarlas caer. Él no se merecía mi debilidad.
—¡El contrato terminó! ¡Tú lo terminaste! ¡Ahora déjame ir!
—¿Y crees que soy tan estúpido como para dejarte? ¿Para que vayas con ese idiota?
—¡Leo no es un idiota! ¡Es mi amigo! Y al menos él nunca fingió que le importaba para salirse con la suya. ¡Yo te contraté, sí, pero nunca te pedí que me miraras de esa forma!
El coche se llenó de un silencio tenso. Dax no me miró, pero su mandíbula se tensó, una vena se le marcó en el cuello. Me di cuenta de que había ido demasiado lejos.
Llegamos a mi departamento en un silencio que se hacía cada vez más pesado. Una vez en el vestíbulo del edificio, me bajó, pero no me soltó. Sus manos en mi cintura me mantenían cerca, demasiado cerca. El viaje en el ascensor fue largo, silencioso, lleno de una incomodidad palpable. Apreté mis labios, evitando mirarlo.
Cuando entramos en mi apartamento, un pequeño ser peludo se abalanzó sobre mí. Lilo, mi perrita. Mi corazón, que había estado martillando furiosamente, se suavizó al verla. Ella corrió hacia él, moviendo la cola, y se frotó contra sus piernas. La expresión de Dax, antes llena de furia, se suavizó al verla, un destello de algo parecido a la paz cruzó su rostro.
—Te extrañé, pequeña —le susurró, su voz cargada de ternura.
Lo miré, sorprendida. Este no era el Dax que me había humillado, ni el que había bebido hasta el delirio por celos. Era alguien más, alguien que no encajaba en mi guion de villano.
—Kara... —dijo, su voz rasposa, obligándome a mirarlo—. No digas nada. Sé que estás molesta. Y tienes todo el derecho. Pero necesito que me escuches. No puedo dejarte ir, no cuando...
Se interrumpió, su mandíbula tensa. Sus ojos azules, antes llenos de furia, ahora estaban ardiendo de una emoción que nunca antes había visto.
—Kara... me estoy volviendo loco. No es el contrato. No es la mentira. Es que... es que me enamoré de ti. Y verte con él... —su voz se quebró—. Me está matando.
Me quedé sin aliento. Sus palabras, una confesión que nunca creí escuchar, me golpearon con más fuerza que cualquier golpe. Mis ojos se llenaron de lágrimas, una mezcla confusa de rabia, miedo y, para mi horror, una pizca de la emoción que me negaba a reconocer: la desesperada esperanza de que, tal vez, aún hubiera algo que salvar.
Él dio un paso hacia mí, su mano en mi mejilla. Me miró, sus ojos azules ardiendo de una emoción que nunca antes había visto.
—Te quiero, Kara.
No hubo más palabras. Nuestras bocas se encontraron en el umbral de la puerta, una sinfonía de emociones descontroladas. No fue un beso gentil ni uno dulce. Fue un beso feroz, una tormenta que estalló en la quietud de la noche. Era la frustración acumulada, la rabia por la mentira, la desesperación por lo que habíamos perdido y la cruda realidad de lo que sentíamos.
Sus labios se movían con los míos en una danza que lo decía todo, y mis manos se aferraron a su cabello, tirando de él con la misma urgencia con la que él me pegaba a la puerta. Cada caricia, cada roce, se profundizaba. Sentí la yema de sus dedos en mi cintura y, poco a poco, deslizándose hacia mi entrepierna. Fue el detonante para aferrarme más a él y soltar unos pequeños gemidos. Sus dedos hacían magia y no quería que me soltara. Si era posible, me iba a entregar a él en cuerpo y alma, sintiendo una descarga eléctrica que borraba el pasado y el futuro, dejando solo el presente, el caos de nuestros cuerpos y el latido desbocado de nuestros corazones. En ese beso, me di cuenta de que este no era un juego para él, no lo era en absoluto.