El aire en el coche era un tormento. Su olor, sus gemidos, el sabor de sus labios... todo seguía vivo en mi mente. Kara estaba pegada a la ventanilla, como si la tela del asiento fuera de fuego. El silencio era una entidad propia, pesada y húmeda, asfixiante. Cada respiro, cada minúsculo movimiento de su cuerpo a mi lado era una agonía. No era un viaje, era una prisión.
Mi mano, que había estado a centímetros de su muslo, se apretó contra el volante. El cuero se sintió frío, una bienvenida distracción. Apenas podía conducir. Mi mente viajaba una y otra vez a apartamento, al beso, al caos de nuestros cuerpos. Me había mentido a mí mismo, diciéndome que la llevaría a la boutique por pura cortesía, pero la verdad era que no podía dejarla sola. No cuando el olor de ella aún llenaba mis fosas nasales, cuando el recuerdo de sus gemidos todavía vibraba en mis oídos.
—No sé qué decir —murmuró, su voz apenas un susurro que rompió el silencio.
—No digas nada —dije, mi voz ronca, sin mirarla. Me detuve en un semáforo en rojo.
Ella se quedó en silencio, y por un momento, pensé que no respondería.
—¿Te arrepientes? —dije, la pregunta cargada de dolor. No la miré, pero la sentí tensarse a mi lado.
—¿De verdad lo preguntas? —susurró, su voz se quebró.
—Sí, lo pregunto —me giré para mirarla. Sus ojos estaban rojos, pero no había lágrimas. Había una furia gélida, una que me dolía más que cualquier golpe.
—¿Por qué me besaste? —dijo, la pregunta cargada de dolor.
—El contrato se rompió hace mucho tiempo —dije, mi voz se suavizó—. Se rompió en el momento en que me di cuenta de que no podía dejar de pensar en ti.
El semáforo cambió a verde, pero no me moví. Kara no dijo nada, pero sus manos se relajaron sobre la rodilla. De repente, la incomodidad era un poco menos pesada.
Al llegar a la boutique, Aileen corrió a abrazarla. Llevaba puesto su vestido de novia. La modista la rodeaba y dos de las damas de honor ya estaban allí, en sus vestidos de satén lila.
—¡Kara! —exclamó Aileen, y luego me miró—. ¡Dax! ¡Qué bien que viniste! Me siento mucho mejor contigo aquí. ¡Vamos, el fotógrafo está listo!
Aileen nos arrastró a una zona de espejos. La modista, una mujer de aspecto severo, le entregó a Kara un vestido de un hermoso satén lila. Me quedé ahí, sosteniendo su bolso y su ropa como un sirviente. Escuché el susurro de la tela al caer. Una pequeña abertura en la cortina del probador, un hueco que me tentaba. Sentí que me miraba, y mis ojos se clavaron en la tela. Kara me pasó su pantalón, luego su blusa. Y entonces, mi voz, grave y cerca de su oído, le dio la orden:
—También quítate el sostén —dije—. No luce si te lo quedas.
Por el hueco de la cortina vi el encaje negro. Era tan fino y transparente que podía ver la piel de Kara. Tragué saliva. Vi la curva de su espalda, la forma de su cintura, la lencería que me hacía perder el control. Sentí sus dedos rozar los míos, una descarga eléctrica. Me miró a través del espejo, sus ojos grandes y llenos de una mezcla de rabia y miedo. Y en ese instante, en ese simple gesto, vi la verdad de su deseo.
Salió del probador y se paró frente al espejo de cuerpo entero. La modista se acercó a ella, con alfileres en la boca.
—Muy bien, señorita, de frente. Gire lentamente —dijo, mientras ajustaba la tela—. Perfecto. Manténgase así. Y más con la espalda descubierta, ¡lo hace lucir perfecto!
Aileen se acercó, sonriendo.
—Kara, ¡te ves increíble! ¡El lila es tu color! —chilló, abrazándola.
Me quedé en silencio, mirándola. Por un momento, toda la frialdad que había mostrado se desvaneció. Mis ojos azules se abrieron levemente, una expresión de genuina sorpresa y admiración cruzó mi rostro. El vestido se ajustaba a su cuerpo de una manera que me hacía sentir hermoso y vulnerable a la vez. La vi a través del espejo, mis ojos clavados en ella.
—El color te queda bien —dije, mi voz tan plana y controlada que me hizo dudar de si el momento de vulnerabilidad había sido real. Aproveché que Aileen se volteó a hablar con la modista, y me acerqué, lentamente, hasta que estuve a su lado. Incliné mi cabeza y le susurré al oído, con una voz que era una mezcla de seda y veneno:
—Esa tela no oculta nada. Cada curva es una invitación, pero me encantó más la lencería.