El viaje de regreso fue un calvario de silencio. El coche se sentía como una jaula, y yo estaba atrapada con el hombre que me había mentido y, a la vez, me había hecho sentir más viva que nunca. Cada palabra de Dax en la boutique, cada mirada que me había lanzado, resonaba en mi cabeza. El deseo y la rabia se peleaban en mi estómago, una batalla que no sabía cómo ganar.
Cuando llegamos a mi apartamento, me bajé del coche sin decir una palabra, sin mirar atrás. Sentí sus pasos detrás de mí, la familiaridad de su presencia, y me dio un escalofrío. Entré, cerrando la puerta, pero él la detuvo con su pie. Entró, y la puerta se cerró detrás de él con un resonar que selló nuestro destino.
Nos quedamos en la entrada, en un silencio pesado y denso que se podía cortar con un cuchillo. La luz tenue del pasillo proyectaba sombras largas sobre sus facciones tensas. Su mirada era un abismo de vulnerabilidad, y en ella, vi mi propio reflejo.
—No sé qué decir —murmuré, mi voz apenas un suspiro.
—No tienes que decir nada —dijo él, su voz ronca y grave—. Solo dime por qué no me dejas ir.
—Porque... porque no puedo —jadeé, sintiendo que el aire se me escapaba de los pulmones—. No puedo, Dax. No después de todo esto.
Él se acercó a mí, sus ojos fijos en los míos, una mirada tan intensa que me hizo temblar.
—Y no me digas que no lo quieres —susurró, su aliento caliente en mi cuello—. No me digas que no sientes esta misma locura.
Las palabras fueron la chispa que encendió el fuego. De un momento a otro, la rabia, la frustración y el deseo contenido explotaron. No fue un beso suave, sino una explosión de desesperación y anhelo. Nuestras bocas se encontraron con una urgencia brutal, una sinfonía de emociones descontroladas. Sus manos me tomaron la cintura, y yo me aferré a él, mis brazos alrededor de su cuello, tirando de él con la misma fuerza con la que él me pegaba a la puerta.
El beso era una tormenta que lo consumía todo. No había tiempo para pensar, para arrepentirse. Solo existía el presente, la cruda realidad de nuestros cuerpos. Sus labios se movían con los míos en una danza que lo decía todo, y mis manos se aferraron a su cabello. Cada caricia, cada roce, se iba profundizando, y yo soltaba pequeños gemidos que se perdían en el beso.
Sus dedos, antes suaves, ahora se aferraban a mi cintura. Su toque se hizo más íntimo, la chispa que encendió el fuego. Me aferré a él con todo mi ser, dispuesta a rendirme, a dejar que el deseo borrara la rabia y el dolor. Sus manos se movieron por mi espalda, desabrochando mi blusa con una habilidad que me hizo jadear.
—Por favor... —susurré, mi voz apenas un suspiro.
—No hay un por favor —dijo él, su voz ronca—. No ahora. No hay nada más que esto, Kara.
Sentí su calor, su respiración agitada. Él se quitó su camisa y la dejó caer al suelo, y yo me estremecí. Era la primera vez que lo veía tan vulnerable, tan expuesto, y por un momento, me pareció que el hombre que había conocido en el contrato había desaparecido.
—Mírame —dijo, su voz una orden suave—. Mírame, y dime que esto es una farsa.
—No lo es... —jadeé, mi voz se quebró.
Él se inclinó, y sus labios rozaron los míos.
—Tú eres real, Kara. Yo soy real. Y lo que hay entre nosotros... es la verdad.
Me tomó en sus brazos, y me llevó al sofá, y la ropa se convirtió en una barrera insoportable. En medio del caos, susurró en mi oído:
Nos entregamos al deseo con una voracidad que borró todo lo demás. Cada beso, cada caricia, cada gemido era un "te quiero" que no nos atrevíamos a decir en voz alta. Y en ese simple acto, en la intimidad de mi apartamento, la farsa se quebró en mil pedazos.