Fenix

I

Comienzo a estar consciente.

Mi cerebro está empezando a procesar toda la información que mis sentidos, excepto la vista, están captando ahora mismo.

Noto como una mezcla de olores extremadamente desagradables ronda cerca de mí. Durante un instante, mi mente lo interpreta como si fuera un recuerdo, pero al segundo me doy cuenta de que está fuera de mi cabeza.

Al mismo tiempo, siento como un frío helador se cierne sobre mis manos, pero, sobre todo, sobre mi rostro. Mis labios secos y cortados tratan de separarse, tan solo un poco, para que el aire pueda entrar a mis pulmones sin dificultad.

Muevo la yema de los dedos, lentamente, tratando de palpar lo que se encuentra debajo de mí. Es algo que raspa mis dedos, irregular y arduo.

Asfalto.

 

Trato de abrir los ojos. Me resulta difícil, es como si hubiera dormido durante años.

Lo primero que veo, sin mover la cabeza ni un milímetro, es un manto de estrellas. Sonrío fugazmente. Cientos de miles de estrellas descansan pacíficamente en el firmamento. Pareciera como si alguien las hubiera pintado con total destreza en aquel manto oscuro y lejano, tan solo iluminado por la pobre luz que desprendían aquellos diminutos puntos colocados al azar.

No me había movido desde que desperté. No sabría decir cuál es el motivo. Creo que tan solo me quedé fascinada por la belleza de la noche, aquella oscuridad que me arropaba y que me hacía sentir reconfortada. Como un bebé que se mece en una cuna, repleto de suaves y aterciopeladas mantas.

De repente, una tenue luz, anaranjada e inestable, irrumpió aquel ambiente sosegado en el que estaba sumergida. Comenzó a iluminar a mi alrededor, acabando con la oscuridad de la noche. Pensé que un nuevo día estaba despertando, pero nada más lejos de la realidad.

De mis labios, débiles y agrietados, comenzó a salir una tos que me impedía por completo respirar. No entendía el por qué, hasta que presté atención, de nuevo, al olor tan desagradable que rondaba el lugar.

Era humo.

 

Traté de incorporarme, dejándome caer de lado en el suelo, sobre mi antebrazo; pero cuanto más me movía, más sentía como si cada uno de mis músculos rozaran con cientos de pequeñas espinas, haciéndome retorcer de dolor de pies a cabeza.

Y no es una frase hecha.

 

Al ponerme de lado, pequeños trozos de cristal que se encontraban en mi pantalón cayeron al suelo. Me apoyé con un poco de fuerza en el brazo, hasta dar un pequeño respingo y acabar sentada, con las piernas extendidas. Estaba confusa. No entendía de donde provenía aquel punzante dolor, parecía que salía de la nada, pero al mismo tiempo estaba en todos lados.

Dirigí mi mirada hacia el tronco inferior. Vi algo que no estaba bien.

Acerqué mi mano a mi tobillo. Con tan solo rozarlo mi cuerpo se estremeció, desde luego no en el buen sentido.

Estaba totalmente inflamado, y gracias a la débil luz conseguí apreciar los moratones que lo rodeaban, y la sangre que brotaba de él; al rozar mi mano con el pantalón, noté un escozor justo en la palma de la misma. Giré mis manos y me percaté de que cientos de pequeños pero profundos cortes descansaban en mi piel.

Mi pulso se aceleró de golpe.

Me di cuenta de qué si tenía algunas heridas, era muy posible que pudiera tener más.

Miré el resto de mi cuerpo, pero estaba todo bien, excepto por un detalle. Mi brazo izquierdo, el cuál rezumaba sangre sin parar, poseía un tatuaje con forma de S, junto con la mitad de una H justo encima, y un corte que cruzaba en diagonal sobre la zona donde la tinta se encontraba.

 

Continuaba tosiendo. Miré hacia delante, y entonces lo vi.

 

Un fuego de varios metros de altura se encontraba delante de mí. Estaba tan aturdida, que al principio dudé de que fuera real, pero el calor que emitía y los constantes pinchazos en mis pulmones que provocaba aquel humo de color negro me daba a entender de que era lo más real que podía ver.

El pánico comenzó a invadirme. Las llamas avanzaban por momentos, engullendo todo tipo de objetos a su paso. Aquellas mismas que se reflejaban en mis iris, el cual estaba fijado en aquel desastre no natural, que estaba frente por frente de mí.

 

A duras penas, me puse en pie.

Miré a mi alrededor, aún aturdida, aún confusa, aún sin saber dónde me encontraba.

Neumáticos, coches destruidos y apilados unos encima de otros, tapacubos, una garita...

Lo primero que pasó por mi cabeza fue un desguace. Y al parecer, abandonado, ya que todo estaba demasiado viejo, oxidado, despintado y en definitiva, echado a perder.

 

Di un paso atrás. Tenía el pensamiento de irme de allí, pero no sabía por dónde salir. Así que, simplemente y por el momento, traté de alejarme de las llamas, ahora aún más gigantescas que antes; pero justo cuando me di la vuelta, llegó a mis oídos el sonido de una sirena de bomberos.

No. De bomberos no.

De policía.

Eran dos coches. Entraron en el recinto a toda prisa, evitando el fuego como podían y aún con las luces azules y las sirenas encendidas.

Ahora ya sabía dónde estaba la puerta.

Los observaba desde la distancia. Una parte de mí quería acercarse y pedir su ayuda, pero otra parte de mí solo repetía lo mismo una y otra, y otra vez:

Huye.

 

Las puertas de los coches se abrieron. De ellas salieron tanto policías como los perros que iban con ellos. Puede que los agentes, afortunadamente, no se percataran de mi presencia en un principio, pero los perros si lo hicieron.

Uno de los agentes, acompañado de un pastor alemán extremadamente ruidoso pero eficaz, echó a correr en el instante en el que se dio cuenta de que estaba allí, oculta entre las sombras.

“¡Eh! ¡Tú! ¡Quieta!”, gritaba sin cesar.



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En el texto hay: amor, amor aventura, recuerdos borrados

Editado: 19.10.2022

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