Odio cuando mi mente me juega malas pasadas. Siempre hay una parte de mí que se empeña en hacerme sentir terriblemente mal y sobre todo, terriblemente culpable.
Algunos pensamientos cruzan por mi cabeza de forma rápida e imprecisa, como si se tratase de pájaros alzando el vuelo, desplazándose de un lugar a otro sin ton ni son. Nada tiene sentido. Lo siento como si algunos de esos pensamientos fueran más que eso. Como si fueran recuerdos. Capturas de escenas de mi vida, de los momentos más felices, lo más vergonzosos, lo más tristes… Pasan de un lugar a otro con una velocidad envidiable. Extiendo el brazo. Trato de atraparlos, pero no puedo. Mis dedos los rozan, los siento chocar contra las yemas, mis nervios se activan con su presencia, pero es solo eso. Tocarlos durante un segundo. Al segundo siguiente se han ido.
No me ha servido de nada, excepto para frustrarme más de lo que ya lo estoy.
Y por si fuera poco, a aquella infinita frustración se le suma un enfado interno digno de exteriorizarlo, pero no lo hago. Hirientes comentarios salen de la nada y se quedan en mi cabeza. Esos no se van como aquellas escenas de mi vida. Esos se quedan.
Algo habrás hecho. No eres buena persona. Las buenas personas no pasan por estas cosas. Que has hecho. Recuerda.
Inútil. No me refiero a mí, si no a intentar recordar algo. Doy por hecho que ha pasado una media hora desde que esta pesadilla dio comienzo. Media hora en la que lo único que he hecho ha sido estar sentada en la misma encrucijada, con la espalda en la pared, las rodillas hacia arriba y la cabeza entre las piernas, dejando sobresalir un poco los ojos para ver lo que tengo delante.
Y en ese tiempo, en el silencio de la noche, con el sutil sonido de los grillos resonando de fondo y la vista aún clavada en el mismo sitio, trataba de descifrar por todos los medios posibles que me había pasado.
Para empezar… ¿Cómo llegaste hasta ahí?
Esa era una buena pregunta. Una pregunta para la que no encontraba respuesta.
¿Y por qué estabas llena de cristales?
Quizás tuve un accidente de coche…
¿Y el coche? Y si fue así, ¿por qué tu tobillo tiene tres veces el tamaño que debería de tener? ¿Por pisar el acelerador demasiado fuerte?
No lo sé.
¿Y la sangre de tus oídos? Quizás es fruto de una bomba. Quizás te colocaron una bomba debajo del coche y volaste. Eso tendría sentido. Pero la verdadera pregunta es… ¿Qué clase de persona pasa por una situación como esta?
Sigo sin saberlo.
Quién cojones eres. Piensa.
Cierro los ojos con fuerza. Me tapo los oídos con las manos, como si eso pudiera evitar que las hipótesis que mi subconsciente planteaba surgieran de nuevo. Metí la cabeza entre las piernas.
Pero una cosa era segura. Si permanecía allí en posición fetal y recriminándome cosas que posiblemente no hubieran pasado, no me ayudaría en nada. Tenía que ponerme en marcha.
Me levanté, tratando de no apoyar demasiado el tobillo herido en el suelo y sujetándome el costado con fuerza con la mano. Caminé en dirección hacia fuera de la encrucijada. El ruido de los motores, de los pitidos, de la gente caminando y hablando entre ellos, cada vez se escuchaban más. Cada vez estaban más cerca.
Estaba fuera del cruce, en el acerado. Miré a ambos lados. Achiné los ojos para poder ver con un mínimo de claridad. Las luces que provenían de los coches, de los edificios y de los carteles de publicidad de los escaparates era demasiado intensa como para que no me afectara a los ojos.
Cuanto llevarás a oscuras, como para que no puedas mirar al frente sin que te ardan.
Caminaba. No sabía a donde me dirigía. Pero caminaba. Como si, de repente, por obra de un milagro una señal fuera a llegar de un momento a otro, diciéndome lo que tengo que hacer o a donde ir.
Pero no había señal. Y por supuesto, no había milagro. Solo estaba yo. Una chica cubierta de heridas y sangre, polvo y con olor a humo y a neumáticos, coja, medio ahogada, y con la ropa desquebrajada.
La gente se daba la vuelta a medida que pasaba por su lado. No creían lo que veían. Yo agradecía no haber visto lo que ellos estaban observando. Me pregunto que pensarían.
Parecía que tenían miedo, pero también que querían ayudarme. Era un mix de sentimientos y emociones tanto buenas, como malas. El no querer acercarte, el querer ponerme una mantita por lo alto para quitarme los temblores del frío del otoño; el desear retirar la mirada cuando paso por su lado. El necesitar montarme en un coche y llevarme al hospital. El no soportar verme. El no soportar que no puedan acogerme.
Pero todo se resumía en una simple mirada que derrochaba pena, pero sobre todo, asco.
No sé cuánto tiempo había pasado. Necesitaba sentarme. No podía continuar caminando.
Había un banco cerca de una parada de autobús. Una señora con un abrigo de color beige, de piel, estaba en uno de los extremos. Estaba manteniendo una conversación por teléfono.
Me senté en el mismo banco en el que ella se encontraba, en el otro extremo. Apenas me vio. De los dos segundos que dedicó en observarme, utilizó uno para mirarme descaradamente por encima del hombro, como si yo no estuviera allí para ver como lo hacía.
Los de clase alta dándote a entender que son de clase alta.
Repugnante.
Los oídos me pitaban a cada rato. El ruido de los coches no ayudaba a que los pitidos y las migrañas cesaran. La mujer que se encontraba a mi lado hablando por teléfono tampoco ayudaba. Su risa era escandalosa, y no sabía hacer otra cosa que no fuera reír.
La estaba mirando. Vio que la miraba, y se giró un poco más que antes, dándome la espalda casi por completo. Y entonces lo vi.
Al moverse, su visón destapó un bolso de Cartier que se encontraba debajo, medio abierto y lo mejor de todo: no estaba siendo vigilado en ese momento.