Fenix de Vered: Historias de Merss

1

Caminando apresuradamente por los pasillos de mármol, un sacerdote irrumpe en la habitación con la respiración entrecortada.

—¡Papa! ¡Ha llegado! —exclama, doblándose levemente sobre sus rodillas para recuperar el aliento.

El anciano de túnica dorada levanta la mirada de sus escritos con interés.

—Rápido —ordena, cerrando un libro con un golpe seco—. Debemos obtenerla antes que nadie. La Iglesia se volverá más poderosa que la misma mano del rey.

Mientras tanto, en el corazón de un bosque antiguo, un pilar de luz divina cae repentinamente del cielo, iluminando la espesura con un resplandor cegador. Cuando la luz se disipa, en el suelo yace una niña de apenas siete años. Sus ojos dorados parpadean débilmente al abrirse.

Se incorpora con lentitud, observando a su alrededor con desconcierto.

—Yo... ¿otro mundo? —murmura, su voz suave como un susurro en el viento.

Sin embargo, antes de poder pensar en nada más, un destello de luz atraviesa su mente y todo recuerdo desaparece. La niña se queda inmóvil, perdida en la inmensidad de su propio vacío mental.

No pasa mucho tiempo antes de que un hombre, un cazador de aspecto rudo, la encuentre. Camina con cautela, su mano sobre la empuñadura de un cuchillo en su cinturón.

—Pequeña, ¿qué haces aquí sola? —pregunta con el ceño fruncido—. Vi una luz caer del cielo... Es mejor irnos de aquí.

Sin esperar respuesta, la toma en brazos y comienza a correr fuera del bosque, con los sentidos alerta.

—¿Tienes nombre? —pregunta mientras avanza a paso veloz.

—Merss. Soy Merss —responde ella con una sonrisa dulce.

El cazador la observa sorprendido. Sus ojos dorados brillan con una intensidad peculiar, como si irradiaran divinidad, pero en su profundidad oscura como el bronce se esconde un misterio insondable.

—Bien, Merss. ¿Dónde están tus padres?

La niña niega con la cabeza.

—No recuerdo nada... solo mi nombre.

Al llegar al pueblo, un pequeño asentamiento protegido por una gran valla de madera, el cazador se detiene frente a la entrada. Suspira, sopesando la situación, y finalmente le dice con determinación:

—Pues Merss, serás mi hija por ahora. ¿Entendido?

—¡Sí! —responde la niña con entusiasmo, irradiando una reconfortante calma.

El hombre sonríe y se golpea el pecho con orgullo.

—Soy Fabián, un cazador de demonios.

—Sí, papá —dice Merss con naturalidad.

Fabián se queda en silencio un momento, sorprendido por la facilidad con la que la niña lo llama así. Luego, su expresión se suaviza y una ternura inesperada lo invade.

—Aaah, ¿cómo pudieron abandonarte si eres tan adorable?

Merss ríe en sus brazos mientras él frota su rostro contra el de ella. Cuando alza la mirada, ve el pueblo extendiéndose ante ellos: un lugar hermoso y pacífico. La niña siente un leve cosquilleo en su interior, como si algo dentro de ella reconociera ese sitio.

Los días en el pueblo eran apacibles para Merss. Aunque era pequeña, hacía todo lo posible por ayudar a la gente con sus diminutas manos, y eso llenaba de orgullo a Fabián. Desde temprano, recorría las calles de piedra, llevando cestas con pan para los ancianos, ayudando a barrer los patios o regando los pequeños jardines que adornaban algunas casas.

—¡Merss, ven! —la llamaba una de las mujeres del pueblo—. Hoy prepararemos guiso de cordero, ¿quieres aprender?

—¡Sí! —respondía ella con entusiasmo, corriendo con su vestido algo gastado, pero limpio, hasta la cocina de la señora.

Las mujeres del pueblo la querían mucho. Le enseñaban a cocinar, a remendar ropa, incluso a distinguir hierbas para sanar heridas. "Qué niña tan dulce", decían, y Merss se sentía feliz de ser parte de ese lugar.

Por las tardes, cuando terminaba sus tareas, esperaba a Fabián en la entrada del pueblo, sentada en una roca bajo el gran árbol que marcaba el camino. Él no estaba en casa por largos periodos de tiempo. Como cazador de demonios, tenía la responsabilidad de despejar los caminos y bosques de bestias, monstruos y demonios de bajo y mediano grado. Una vez a la semana, partía junto a un grupo de hombres, equipados con espadas, lanzas y escudos.

Fabián era fuerte, ágil con la espada y resistente con el escudo. Gracias a su habilidad, podía ganarse la vida sin lujos, pero con lo suficiente para comprar comida, mantener su pequeña casa en buen estado y, sobre todo, para vestir bien a su "pequeño ángel", como llamaba a Merss.

—Mira, Merss —decía con orgullo al regresar de un viaje, sacando de su bolsa un vestido de lino azul con delicados bordados—. Lo vi en el mercado y pensé en ti.

Los ojos de la niña brillaban de emoción.

—¡Es hermoso, papá! ¡Gracias!

Se lo ponía de inmediato y daba vueltas con una risa llena de alegría. Fabián se reía con ella y la alzaba en brazos.

—Eres la criatura más preciosa de este mundo, pequeña.

La casa en la que vivían era humilde pero cálida. Tenía un solo ambiente con una chimenea de piedra que mantenía todo en un agradable calor durante las noches frías. Había una mesa de madera con dos sillas, un pequeño baúl donde guardaban la ropa, y una cocina de piedra donde Merss preparaba las comidas cuando Fabián estaba fuera.

Dormían juntos en la misma cama, como padre e hija inseparables. Merss se acurrucaba contra él, sintiendo su calidez y seguridad, mientras su respiración pausada la arrullaba hasta el sueño.




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