Fenix de Vered: Historias de Merss

2

El sonido seco de un golpe retumbó en la gran sala de mármol. El Papa había golpeado la mesa con furia, sus ojos desorbitados reflejaban desesperación.

—¡¿Dónde rayos está?! ¡No se la puede haber tragado la tierra! —bramó, su voz resonando entre los pilares dorados del santuario.

Frente a él, un joven cardenal permanecía firme, con una mirada serena y su postura inquebrantable.

—Papa, mantenga la compostura —dijo con voz templada.

El anciano giró su rostro hacia él con una expresión de rabia contenida.

—¡Latael, ¿cómo me pides que esté tranquilo?! ¿Qué pasará si un demonio la destruye o, peor aún, si la encuentra el emperador? —Su voz tembló al imaginar esa posibilidad, sus manos crispándose sobre la madera pulida de la mesa.

En ese momento, un niño de túnica blanca, de no más de doce años, dio un paso al frente. Su cabeza estaba inclinada con respeto, pero su voz sonó segura al hablar.

—Papa… aún siento la presencia de la Santa. Debe estar cerca. Si me permite, yo podría—

El sonido de una bofetada cortó la oración del pequeño. Su cabeza se giró violentamente por el impacto y un ardor abrasador se extendió por su mejilla.

—¡Disculpe mi insubordinación, Papa! —dijo de inmediato, cayendo de rodillas con la frente pegada al suelo.

El anciano bufó con desprecio.

—Sé que la Santa está cerca, estúpido niño —gruñó, pasándose una mano temblorosa por la frente—. Latael, educa mejor a los próximos cardenales.

El Papa se dejó caer en su silla, mascullando maldiciones al aire, mientras su respiración se volvía más errática.

Latael soltó un largo suspiro y miró al niño en el suelo. No dijo nada, pero en sus ojos brillaba un dejo de comprensión.

El niño, sin embargo, mantenía su frente pegada al mármol frío, su expresión oculta. Pero en su interior, su corazón ardía con un odio silencioso. Algún día, cuando tuviera más poder…

Se lo haría pagar.

Después de una profunda inclinación, Latael se giró en silencio y chasqueó los dedos, un sonido seco y discreto que ordenaba al niño levantarse del suelo. Sin intercambiar palabras, ambos abandonaron la gran sala, caminando por los fríos pasillos de mármol blanco.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Latael se detuvo y observó la mejilla del niño, aún enrojecida por la bofetada.

—Te he dicho que no hables frente al Papa —dijo con tono severo, pero sin dureza.

Tasael bajó la mirada, sus pequeños puños cerrándose a los costados.

—Lo sé… pero, ¿hasta cuándo? —murmuró, con la voz temblorosa—. Ese hombre no merece estar sirviendo a nuestro dios Vered.

Unas lágrimas cayeron de sus ojos. No eran de miedo, ni de dolor. Eran lágrimas de puro despecho.

Latael suspiró. Sin decir nada, tomó la mano de Tasael y lo condujo a otro pasillo más apartado, donde los muros de piedra absorbían los murmullos y donde nadie podría escucharles.

—Nadie debe saberlo, Tasael. Nadie debe saber que hablas con Vered —susurró, inclinándose levemente hacia él.

El niño apretó los labios, mordiéndose la lengua para contener su frustración.

—Solo cuando llegue la Santa… —continuó Latael—. Solo entonces podremos hablar. Ella nos llevará a una nueva vida y restaurará la conexión con nuestro dios.

El cardenal pasó su mano por el corto cabello castaño de Tasael, en un gesto cálido y protector.

—Debemos ser pacientes.

El niño respiró hondo, intentando calmarse.

—Sí, Eminencia…

Latael sonrió con suavidad. Juntos, retomaron su camino por los pasillos de la gran catedral, en silencio, para cumplir con sus deberes.

Latael era un cardenal de alta posición, con un porte imponente y un aura que irradiaba poder divino. Su cabello negro caía con elegancia sobre sus hombros, y sus ojos dorados, rasgo inconfundible de aquellos bendecidos por Vered, demostraban su conexión con la divinidad. Era la mano derecha del Papa, su consejero y administrador. En la práctica, era él quien guiaba la Iglesia, quien llevaba a cabo todas las tareas de gestión y quien se aseguraba de que la institución brillara ante los ojos del mundo. Pero, lamentablemente, la última palabra siempre la tenía el Papa.

Latael anhelaba justicia, paz y salvación. Pero el hombre que ostentaba el título de líder de la fe solo deseaba poder, dinero y corrupción. Sus excesos incluían riquezas injustificadas, alianzas con nobles ambiciosos e incluso la búsqueda de placeres impuros con mujeres dentro y fuera de la Iglesia.

Todo había comenzado de forma diferente. En sus primeros años, aquel hombre sí había escuchado la voz de Vered. Había sido un faro de fe, un líder digno. Pero su alma se corrompió con el tiempo. La ambición y la avaricia hicieron que dejara de oír a su dios, y solo quedó en él una cáscara vacía.

Aun así, su cuerpo emitía una luz divina, una bendición que mantenía alejados a los demonios de la capital. Pero no era más que una ilusión de santidad. Esa luz no era la de un verdadero profeta, sino la de un mero “espanta-mosquitos”, como lo llamaba Latael en sus pensamientos. Ni más, ni menos.

Y Tasael lo sabía. Lo sentía en lo más profundo de su ser, pues era el único niño en la Iglesia con un don especial: él todavía podía escuchar la voz de Vered.

Por eso, Latael debía protegerlo. Y por eso, ambos esperaban el día en que la Santa apareciera.

Porque solo ella podría purificar aquella institución podrida hasta la raíz.




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