Pasaron tres años, Merss ahora tenía diez, y su radiante sonrisa iluminaba cada rincón del pequeño pueblo. Era una niña querida por todos, conocida como el pequeño ángel. No solo por sus ojos dorados, que parecían contener la calidez del sol, sino por su inquebrantable bondad.
Siempre dispuesta a ayudar, corría de un lado a otro con sus pequeñas manos llenas de pan recién horneado para los ancianos, cargaba baldes de agua para quienes no podían hacerlo y ayudaba a los niños más pequeños a atarse los cordones de sus botas gastadas.
Las mujeres del pueblo la adoraban y le enseñaban todo lo que podían. Aprendió a cocinar con facilidad, sus pequeños dedos amasaban el pan con destreza, y su sonrisa cálida llenaba de vida la humilde cocina comunal.
—Merss, cariño, ¿podrías llevarle este caldo al abuelo Ervin? Sus piernas ya no lo dejan caminar bien.
—¡Por supuesto, abuelita Mara! —respondía con entusiasmo, tomando con cuidado el cuenco caliente.
Los hombres también la apreciaban. Aunque no podía acompañarlos en sus faenas, siempre los despedía con un gesto cariñoso y los recibía con la misma calidez cuando regresaban.
—¡Bienvenidos de vuelta! ¡Hoy hice pan con miel para ustedes! —decía con una gran sonrisa, mientras los cazadores regresaban de los bosques, cansados pero agradecidos por su alegría.
Su padre, Fabián, observaba todo con orgullo. Aunque pasaba largas temporadas fuera, cazando demonios y bestias que amenazaban las aldeas cercanas, cada vez que volvía encontraba a su pequeña más fuerte, más noble y más querida.
—Algún día, serás una gran mujer, Merss —le decía, revolviendo su cabello con ternura.
La niña reía y lo abrazaba con fuerza, sintiendo su calidez y su olor a bosque y acero.
Su vida era sencilla, pero feliz.
Sin embargo, la paz nunca dura demasiado en un mundo donde los demonios acechan en la oscuridad.
El ataque llegó una noche sin luna.
Primero, fue un silencio extraño. Un vacío en el aire, como si el mundo contuviera la respiración. Luego, el viento sopló helado, y con él llegó el olor a sangre y ceniza.
Un cazador regresó tambaleándose a las puertas del pueblo, su cuerpo cubierto de heridas profundas.
—Huyan… —susurró antes de desplomarse.
Y entonces, la sombra cayó sobre ellos.
Desde la espesura del bosque emergió una figura alta y esbelta. A primera vista, su silueta podría haberse confundido con la de un hombre. Pero no lo era.
Dos enormes cuernos curvados nacían de su cabeza, enmarcando un rostro de una hermosura imposible, casi hipnótica. Su piel, cubierta de escamas negras y púrpuras, brillaba bajo la tenue luz de las antorchas. Sus alas, plegadas contra su espalda, parecían hechas de una negrura más densa que la misma noche.
Y sus ojos…
Eran lo peor de todo.
No había en ellos rastro de compasión, ni de piedad, ni de nada que pudiera llamarse humano. Solo maldad. Odio. Destrucción.
Merss sintió que el mundo se hacía pequeño a su alrededor. Su pecho se oprimió, su respiración se volvió errática.
—tu...tu eres la que cayó del cielo hace tres años— El demonio la miró y sonrió.