El demonio mostró sus filosos dientes, afilados como sierras, mientras hablaba con una voz que resonaba en el aire.
Merss estaba en medio del pueblo, protegiendo a los niños, escuchando gritos desgarradores y el choque de espadas. Su pequeño y hermoso hogar estaba siendo consumido por bestias y monstruos de alto rango. Sin embargo, ninguno de ellos se acercaba a ella; parecía que la evitaban, como si fuera invisible. La voz de Merss no lograba salir, solo podía observar con horror cómo cada hombre, mujer y niño era brutalmente asesinado y devorado por las bestias.
De pronto, lo sintió: algo la observaba. Buscó con la mirada aquella presencia imponente y, al levantar la vista hacia el cielo, lo vio. Era una criatura majestuosa pero peligrosa, cuya mera existencia irradiaba poder.
—¡MERSS! —gritó Fabián, colocándose frente a ella y eliminando a un monstruo de bajo nivel que intentaba atacarla. —¡Tienes que huir! ¡No puedes quedarte aquí! ¡VETE!
Antes de que Merss pudiera reaccionar, unas garras atravesaron el pecho de Fabián. Merss vio con horror cómo su padre caía al suelo, inerte, mientras la sangre brotaba de su cuerpo. El demonio retiró sus garras con brusquedad, dejando a Fabián sin vida.
—Ven conmigo, pequeña —dijo el demonio con elegancia, como si nada hubiera ocurrido—. Te permitiré reinar sobre estos sucios humanos, siempre y cuando uses tu poder para servirme.
Pero Merss no escuchaba. Sus ojos estaban fijos en el cuerpo sin vida de su padre, aquel hombre fuerte, amable y amoroso que la había criado durante tres años con todo el cariño y paciencia de un padre verdadero. Miró a su alrededor y vio el pueblo devastado, los ancianos, las mujeres y los niños esparcidos por el suelo, inertes. Ya no había gritos, solo el crepitar del fuego que consumía lo que alguna vez fue su hogar.
Merss cayó de rodillas frente al cuerpo de su padre, extendiendo temblorosa su mano hacia él. "Realmente está muerto", pensó, sintiendo cómo el peso de la realidad la aplastaba. Levantó la mirada hacia el demonio, quien parecía aburrido, esperando una respuesta.
—¿Y bien? ¿Qué me dices? —preguntó el demonio, limpiando sus garras de la sangre de Fabián con evidente asco.
—¿Qué... qué? —balbuceó Merss, apenas capaz de articular palabras.
—¡Ugh! ¡Niña! ¡Tu poder! ¡Sirve con tu poder! —gritó el demonio, pateando el cuerpo de Fabián a un lado con desprecio.
Merss apretó los puños, confundida. —¿Qué poder...?
—¿Qué? —El demonio soltó una risa estridente, casi ahogándose en su propia burla—. No me digas que no eres consciente. ¡Jajajaja! Eso lo explica todo. Niña, tienes un poder divino, uno tan grande que podrías parecer un dios en esta tierra. Podrías destruir a cualquiera o sanar cualquier cosa con él.
Señaló a los campesinos muertos esparcidos por el suelo mientras hablaba. Merss abrió los ojos, desconcertada. "¿Poder?" pensó. No entendía de qué hablaba el demonio.
—Oh, mira, una sobreviviente —dijo el demonio, caminando hacia una casa cercana y arrastrando a una niña que gritaba y lloraba. Le arrancó un dedo con crueldad y luego la lanzó frente a Merss—. Sánala. Así dejará de llorar.
Pero Merss no se movió. No sabía qué hacer, ni siquiera entendía lo que se esperaba de ella. La niña, adolorida, se levantó y la abrazó con fuerza, llorando desconsoladamente. Merss también comenzó a llorar, incapaz de contener su dolor.
—Por eso odio a los niños —murmuró el demonio antes de usar su cola para atravesar el pecho de la pequeña, alejándola de Merss. La niña pronunció unas últimas palabras y dejó caer un collar de sus manos.
En ese momento, algo cambió en Merss. Sus ojos oscuros se iluminaron, brillando como el oro, y su cuerpo se llenó de una luz divina que explotó con una intensidad abrumadora. Todo a su alrededor fue arrasado por una luz sagrada que convirtió en cenizas a cualquier monstruo o criatura que tocara.
—Ups, eso es malo —rio el demonio, elevándose rápidamente en el aire y alejándose a toda prisa.
El mundo de Merss se había reducido a cenizas antes de que siquiera pudiera comprenderlo.
El cuerpo de su padre, ahora lejos de ella, yacía entre el polvo y la sangre. Las casas donde tantas veces había sido recibida con sonrisas ardían, devoradas por las llamas. Las calles que había recorrido con pasos alegres estaban teñidas de rojo. El olor a madera quemada se mezclaba con el hedor de la carne chamuscada.
Su mente era un torbellino. Su corazón, una herida abierta.
Pero cuando vio el cuerpo de la niña caer, cuando sintió su calor desvanecerse en sus brazos, algo dentro de ella se rompió.
Fue entonces cuando ocurrió.
Primero, una sensación en su pecho. No era dolor, pero la oprimía con una fuerza abrumadora, como si algo dentro de ella estuviera a punto de estallar. Luego, un brillo. Una luz cálida, sofocante, que emergía de su piel como fuego líquido.
El mundo se volvió blanco.
No había sonidos, no había gritos, no había fuego. Solo un resplandor inmaculado, una ola de luz sagrada que se expandió desde su cuerpo en todas direcciones.
El demonio había reído, pero ahora su risa se apagaba en la distancia mientras se alejaba apresuradamente.
Merss no lo veía. No veía nada más que formas distorsionadas en la luz. Figuras que antes eran monstruos ahora se deshacían, convirtiéndose en polvo dorado que se elevaba con el viento.
Pero no solo ellos desaparecían.
Las casas, las calles, las puertas, los muros. Todo lo que el pueblo había sido estaba siendo arrasado. Convertido en un remolino de cenizas resplandecientes que se esparcían como estrellas apagándose.
Y Merss, en medio de todo, sentía que se estaba quemando.
La luz no era solo suya. No la controlaba.
Era como si algo más—algo inmenso, antiguo y divino—estuviera surgiendo de su interior. Su cuerpo se estremecía, su piel ardía como si se resquebrajara desde dentro. Intentó respirar, pero no pudo. Sus pensamientos se disolvieron, su visión se nubló.