El cielo nocturno fue consumido por un resplandor divino.
Desde las altas torres de la catedral, la explosión de luz blanca se elevó como un segundo sol, expandiéndose por el horizonte. Iluminó los vitrales con tanta intensidad que los colores se desvanecieron, dejando solo un reflejo dorado en cada pared de piedra.
Dentro del gran salón, el Papa se puso de pie de un salto, sus manos temblorosas sobre la mesa. Su respiración era errática, su rostro una mezcla de asombro y codicia.
—¡La Santa... ha despertado! —susurró con voz entrecortada.
Latael, de pie a su derecha, no apartaba la vista del resplandor lejano. Su expresión era indescifrable, pero sus manos estaban fuertemente entrelazadas, como si intentara contener un pensamiento peligroso.
Tasael, a su lado, sintió su pecho arder. La presencia de Vered se hacía más fuerte. Sus ojos dorados parecían absorber la luz celestial, y sin darse cuenta, sonrió.
—Es ella. —murmuró, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Pero el Papa no compartía su devoción. Para él, la niña no era la elegida de Vered. Era poder en estado puro.
—No perderemos su rastro esta vez. —dijo, con una determinación casi rabiosa. Miró a Latael con severidad—. Reúne a los cardenales. Partimos de inmediato.
Latael inclinó la cabeza en señal de obediencia, pero en su interior, una duda comenzó a germinar.
Mientras los preparativos para la expedición comenzaban, Tasael sintió que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Finalmente, la Santa estaba cerca.
El carruaje avanzaba con rapidez, rodeado por una escolta de soldados santos y cardenales de alto rango. Las ruedas levantaban polvo en el camino de tierra, y los estandartes de la iglesia ondeaban al viento nocturno, iluminados por el resplandor residual de la explosión divina.
El Papa se reclinó en su asiento de terciopelo carmesí, tamborileando los dedos contra su rodilla con impaciencia.
—Tres años… —murmuró, con un deje de frustración en la voz—. Tres malditos años sin señales de la Santa, y ahora su poder resuena hasta los confines del reino. ¡No podemos perderla otra vez!
A su derecha, Latael se mantenía erguido, su largo cabello negro cayendo sobre sus hombros. Sus ojos dorados reflejaban la luz de la luna mientras hablaba con calma.
—Si su poder realmente se ha desatado, entonces no será difícil encontrarla. Pero… —hizo una breve pausa— ¿y si está… incompleta?
—¿Incompleta? —bufó el Papa con desdén—. Si puede arrasar una aldea entera, no me interesa si está incompleta o no. Su divinidad nos pertenece.
Uno de los cardenales más jóvenes, sentado frente a ellos, tragó saliva. Sus ojos dorados temblaban de incertidumbre.
—Su Santidad… si su poder despertó de manera incontrolada, eso podría significar que aún no ha recibido la verdadera guía de Vered. ¿Qué tal si es… peligrosa?
El Papa chasqueó la lengua.
—¡Por supuesto que es peligrosa! —exclamó, inclinándose hacia adelante—. Por eso debemos ser los primeros en alcanzarla. No podemos permitir que caiga en manos de esos engendros demoníacos o peor aún del emperador.
Tasael, sentado en un rincón del carruaje, apretó los puños. Su mente bullía con emociones encontradas. Finalmente, después de tanto tiempo, conocería a la Santa. Pero… si la iglesia solo veía en ella un arma, ¿realmente sería diferente a los demonios?
Afuera, los soldados santos galopaban en silencio, sus armaduras reflejando el resplandor lejano. Uno de los comandantes se acercó al ventanal del carruaje y habló con voz grave.
—Su Santidad, nos acercamos a la frontera con el Bosque Negro.
El Papa sonrió con satisfacción.
—Bien. Preparen las reliquias sagradas. Si la Santa sigue allí… esta vez, no la dejaremos escapar.
Entre las cenizas y el humo, Merss se tambalea. Su visión se nubla y su cuerpo tiembla después de haber liberado su poder. Todo lo que la rodea es devastación. Entonces, una voz profunda pero serena la llama.
—Descansa, niña. No puedes quedarte aquí.
Merss parpadea y ve a un hombre de aspecto desgastado por el tiempo. Viste túnicas de viaje y un manto raído, pero sus ojos tienen un brillo extraño, casi hipnótico. Su presencia es tranquila, pero hay una urgencia en su tono.
—¿Quién…? —susurra Merss, pero su cuerpo apenas responde.
El hombre la envuelve en su capa y la levanta con facilidad. La sube a un viejo carruaje tirado por dos caballos oscuros y desgastados, que aguardan en los límites del pueblo.
—Tu poder atrajo miradas peligrosas —dice mientras toma las riendas—. Y las más peligrosas están en camino.
Merss cierra los ojos, demasiado exhausta para preguntar más.
Más adelante en el camino, el carruaje avanza rápido. El viento frío de la noche golpea el rostro de Merss, que apenas se mantiene despierta. El forastero lanza una mirada al cielo, como si presintiera algo.
En otro punto del bosque, la iglesia ya estaba en movimiento.
El papa viajaba en un carruaje blindado, rodeado por cardenales y soldados santos. Uno de los cardenales miró hacia el cielo y su rostro perdió el color.
—¡Señor, algo viene!
Un aleteo pesado y profundo resonó sobre el grupo. Desde la negrura de las nubes emergió el demonio. Sus alas oscuras rasgaron la noche, y sus cuernos brillaron con un tono carmesí al reflejar la luz de las antorchas. Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel.
—Miren quiénes vienen a robar mi tesoro —ronroneó, flotando sobre ellos—. Qué molestos son los gusanos de Vered.
Con un simple batir de alas, el viento se convirtió en una tormenta devastadora. Los caballos se encabritaron, algunos soldados cayeron y las antorchas se apagaron en un parpadeo.
—¡Protéjan al papa! —gritó un cardenal, desenvainando su espada imbuida en luz divina.
—¿Protegerlo de mí? —El demonio rio con tal desprecio que el mismo aire pareció volverse más pesado—. Oh, no, no tengo intención de matarlos hoy.