El carruaje avanzaba a través del bosque, cada vez más alejado del resplandor de las llamas. Merss estaba acurrucada bajo la capa del forastero, sintiendo aún el peso del cansancio. Sin embargo, en la profundidad de su ser, algo la inquietaba.
Un susurro… una voz baja y distante resonaba dentro de su pecho, como un eco en la oscuridad.
Merss…
Se estremeció y abrió los ojos, pero solo vio la silueta del hombre que guiaba el carruaje, su figura iluminada por la pálida luz de la luna.
—No te preocupes, niña —dijo sin mirarla—. Ya estás lejos del peligro inmediato.
Su voz era calmada, pero había algo en él… una frialdad oculta tras esa tranquilidad.
Merss tragó saliva.
—¿Quién eres? —preguntó con un hilo de voz.
El hombre no respondió de inmediato. Solo cuando el carruaje aminoró la marcha para cruzar un río poco profundo, habló:
—Los nombres tienen poder, niña. Pero puedes llamarme Eldric.
Merss miró sus manos, temblorosas, manchadas aún con la sangre seca de su padre.
—¿Por qué me salvaste?
Eldric suspiró y giró la cabeza apenas un poco, lo suficiente para que la luz revelara su rostro por primera vez. Era un hombre de unos cuarenta años, con cabello gris oscuro y una barba incipiente. Tenía los ojos afilados y astutos, como los de un cazador.
—Porque si no lo hacía, la iglesia lo haría —respondió con crudeza—. Y no quieres caer en sus manos.
Merss no entendía del todo, pero su corazón dolido y confuso le decía que él tenía razón.
Merss…
El susurro volvió. Esta vez, más claro.
Ella se llevó una mano al pecho.
—¿Qué…?
Eldric frunció el ceño, mirándola de reojo.
—¿Lo escuchas?
Merss levantó la mirada rápidamente.
—¿Escuchar qué?
El forastero no respondió de inmediato. En su expresión había algo que no pudo ocultar: sorpresa.
Sabía lo que significaba que ella estuviera oyendo una voz dentro de sí.
Pero en lugar de explicarlo, azuzó a los caballos para que aceleraran.
—Descansa, niña. Falta mucho camino.
El viento nocturno soplaba frío, pero Merss no podía apartar su mano de su pecho.
¿Quién era esa voz? ¿Y por qué la llamaba?
El carruaje seguía avanzando por el sendero de tierra, cada rueda crujiendo sobre las hojas secas del bosque. El aire era denso y pesado, como si incluso la naturaleza contuviera la respiración ante la tragedia que había ocurrido.
Merss no hablaba.
No podía.
Sus dedos temblorosos apretaban el collar ensangrentado contra su pecho.
La niña… la que había intentado salvar. Su último suspiro, su última palabra, su último gesto al soltar aquel objeto que ahora ardía en las manos de Merss como si fuera un pedazo de su propio corazón desgarrado.
Su mente era un torbellino. Recordaba el cuerpo de su padre, la risa del demonio, las llamas devorando su hogar… y luego, la luz cegadora que salió de ella.
¿Qué soy?
Las preguntas martillaban su cabeza, pero su boca permanecía sellada.
—No te fuerces a hablar —dijo Eldric sin mirarla—. A veces, el silencio es lo único que nos mantiene en pie.
Merss levantó apenas la mirada, observándolo a través de su flequillo desordenado.
¿Quién era él realmente?
Eldric parecía un vagabundo, pero su forma de hablar… su presencia… había algo en él que le resultaba familiar.
—¿Adónde…? —intentó preguntar, pero su propia voz se quebró en su garganta.
Eldric entendió sin necesidad de que terminara la pregunta.
—Hay un refugio al norte, en la frontera con las montañas blancas. No es un lugar lujoso, pero es seguro.
Merss bajó la mirada nuevamente, su agarre sobre el collar se hizo más fuerte.
Eldric la observó de reojo y suspiró, como si estuviera recordando algo de su propio pasado.
—Hace muchos años, yo también fui parte de la iglesia —admitió finalmente—. Creía en la luz, en la justicia, en nuestro dios Vered…
Hizo una pausa, apretando las riendas con más fuerza.
—Pero vi lo que realmente ocurría en la cúpula. Vi lo que hacían con aquellos que tenían el don divino. Lo que hacen con las santas.
Los ojos dorados de Eldric brillaron bajo la luna.
—Así que huí.
Merss lo miró con sorpresa. Él también tenía ojos dorados.
—Ahora me dedico a ayudar a quienes la iglesia quiere explotar —continuó—. Y tú, niña… eres la más valiosa de todas.
Eldric se inclinó un poco hacia adelante, su mirada se volvió más seria.
—Si el papa pone sus manos sobre ti, no volverás a ver la luz del día.
El cuerpo de Merss se estremeció. Sabía que era cierto.
Cerró los ojos con fuerza, sintiendo el peso de la desesperación en su pecho.
¿Qué debía hacer? ¿A dónde pertenecía ahora?
Y entonces, en medio de su confusión, la escuchó de nuevo.
Merss…
Era un susurro cálido, suave, como si alguien estuviera hablándole desde el interior de su propio corazón.
Su respiración se entrecortó.
Eldric la vio aferrarse el pecho con una expresión de pánico.
—¿Lo escuchas? —preguntó él, su voz ahora cargada de un tono más sombrío.
Merss no respondió. Solo cerró los ojos con fuerza y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas silenciosamente.