Fenix de Vered: Historias de Merss

7

El carruaje del Papa se tambaleaba por el accidentado camino, escoltado por los soldados santos y los cardenales de más alto rango. Aún había polvo en el aire, y el hedor a ceniza y carne quemada era tan fuerte que incluso los más disciplinados guerreros sintieron náuseas.

—¿Cómo es posible…? —susurró un cardenal mientras descendía del carruaje, con los ojos dorados bien abiertos por la incredulidad.

El pueblo que antes estaba allí había desaparecido. No había restos de casas, ni cadáveres, ni siquiera la madera calcinada que se esperaría tras una masacre.

Solo flores.

Miles, millones de flores blancas, meciéndose suavemente con la brisa.

La esencia de la divinidad impregnaba cada pétalo, haciendo que los soldados santos se arrodillaran inconscientemente al sentir la pureza que aún flotaba en el aire.

El Papa salió del carruaje con una expresión de absoluto desconcierto, observando el campo con una mezcla de furia y avaricia.

—No puede ser… —susurró, temblando de emoción y rabia—. Ella estuvo aquí.

Los cardenales lo rodearon en silencio, sintiendo lo mismo que él.

El lugar emanaba un poder sagrado que solo podía significar una cosa.

La Santa había despertado.

—¡¿DÓNDE ESTÁ?! —bramó el Papa, pateando las flores como si quisiera arrancarlas del suelo—. ¡TIENE QUE ESTAR AQUÍ!

—Papa… —Latael habló con tono neutro, observando la escena con frialdad—. Si la Santa estuvo aquí, su poder la protegió. Debió ser llevada lejos antes de que llegáramos.

—¡NO ME DIGAS LO OBVIO, MALDITO INÚTIL! —gritó el Papa, fulminándolo con la mirada.

Pero antes de que pudiera continuar su berrinche, algo más ocurrió.

Tasael, que se había mantenido en silencio todo el camino, sintió un escalofrío recorriéndole la columna.

Algo más estaba aquí.

El joven cardenal giró lentamente la cabeza hacia el bosque que rodeaba el campo de flores.

Los árboles susurraban con un sonido que no era causado por el viento. Las sombras se alargaban entre los troncos, y entre la espesura, unos ojos carmesíes brillaron con diversión.

—Oh, qué divertido… —una voz oscura y burlona se filtró entre los árboles, provocando que incluso los soldados más valientes dieran un paso atrás.

El demonio de los cuernos apareció, caminando con su elegante figura entre las flores. Su piel escamosa contrastaba con la blancura inmaculada del lugar, y su sonrisa afilada mostraba un sadismo puro.

—Parece que han llegado tarde, humanos.

Los soldados desenvainaron sus armas al instante, y los cardenales elevaron sus manos, listos para invocar magia divina.

El Papa se puso rígido, pero su avaricia superó su miedo.

—¿Dónde está la Santa? —espetó, con los ojos inyectados en rabia.

El demonio se llevó una garra al mentón, fingiendo pensar.

—Oh, ¿te refieres a mi pequeña Diosa Blanca? —dijo con tono de burla—. Ya se fue. Voló lejos, lejos de ustedes, y ¿saben qué es lo mejor?

Los ojos rojos del demonio brillaron con un fuego peligroso.

—No pienso dejar que la tengan.

En un parpadeo, la criatura desapareció y reapareció en medio de los soldados santos, arrancando la cabeza de uno de ellos con una facilidad aterradora.

La sangre manchó las flores blancas.

El Papa se aferró a los bordes de su asiento, su respiración entrecortada por el miedo. Latael y Tasael, en cambio, se mantuvieron firmes delante del carruaje, sus ojos dorados reflejando la presencia maligna ante ellos.

—¡Muéstranos respeto, engendro impuro! —bramó uno de los soldados santos, elevando su espada con runas divinas.

El demonio apenas lo miró antes de mover un dedo. En un parpadeo, el cuerpo del soldado fue atravesado por su cola y luego arrojado como un muñeco de trapo.

—Respeto… ¿por qué? —el demonio inclinó la cabeza con burla—. No he venido a matarlos. Si quisiera, ya habrían dejado de respirar hace mucho.

El Papa se incorporó de golpe, con el rostro bañado en sudor.

—¡Mátalos! ¡Maten a esa abominación! ¡Protéjanme!

Los soldados santos dudaron por un segundo, pero Latael levantó una mano.

—Deténganse. Esto no es una simple batalla.

Tasael, en cambio, apretó los puños. Él podía sentirlo… el demonio no mentía. Merss ya no estaba en ese lugar. Pero lo que más le inquietaba era el poder divino que aún residía en el aire, en la tierra… como si la santa hubiera bendecido el campo con su propia esencia.

El demonio los observó en silencio antes de reír con diversión.

—Oh, esto es interesante —sus ojos se clavaron en Tasael—. Eres un chico curioso… pero no lo suficiente.

De repente, una explosión de fuego negro emergió del suelo, atrapando a los soldados santos y haciendo que los caballos del carruaje huyeran despavoridos.

El Papa gritó en pánico, tambaleándose en un intento de escapar.

—¡Nos está matando! ¡Maldito demonio!

—No te sobreestimes, viejo —se burló el demonio, sin siquiera mirarlo—. Solo estoy asegurándome de que nunca encuentres a mi pequeña diosa.

Y con un chasquido de sus dedos, su cuerpo se desvaneció entre sombras, dejando tras de sí el caos y la desesperación.

Latael se giró con expresión seria hacia el Papa, quien seguía temblando de miedo.

—Debemos retirarnos. Perdimos su rastro.

Tasael, en cambio, permaneció de pie en el centro del campo de flores blancas, con los labios apretados. Sus dedos se cerraron en un puño.

"No la hemos perdido… aún puedo sentirla."




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.