Merss respiró hondo, sintiendo la brisa fresca de la montaña acariciar su rostro. A su alrededor, el pueblo vibraba con vida. Niños correteaban por las calles empedradas, ancianos charlaban bajo la sombra de los árboles, y los comerciantes gritaban sus ofertas con entusiasmo. A simple vista, parecía un lugar seguro, un refugio apartado del mundo.
Pero Merss lo sabía mejor.
Cinco años habían pasado desde aquel fatídico día en su pueblo natal. En ese tiempo, aprendió a controlar la divinidad que ardía en su interior. Ya no temía su poder, lo entendía, lo moldeaba a voluntad. Sanaba a los enfermos con una simple caricia, cerraba heridas con una mirada y, en ocasiones, cuando Vered lo permitía, traía de vuelta a los que habían muerto de manera injusta.
Era amada. Respetada.
Y por primera vez en mucho tiempo, se sentía en paz.
Cada año, en el día de su cumpleaños, Merss recibía un regalo especial.
No era algo tangible, ni oro ni joyas, sino algo mucho más valioso: la voz de Vered.
Desde que Eldric la llevó a aquel pueblo oculto en las montañas, Vered la había acompañado como un padre. No siempre le hablaba de cosas grandiosas ni de su destino como Santa. A veces, simplemente conversaban.
—¿Has probado la miel de abeto este año?— preguntó una vez, con una calidez casi divertida en su tono.
—Sí, y la cosecha de este año es más dulce que la anterior— había respondido Merss, riendo.
En otra ocasión, Vered le preguntó si había visto la primera nevada del invierno. Otra vez le habló sobre cómo las estrellas parecían más brillantes en esa época del año. Durante cinco años, esas conversaciones fueron su consuelo, una pequeña ventana de normalidad dentro del poder inmenso que corría por sus venas.
Pero ese año, el día de su cumpleaños número quince, la voz de Vered sonó diferente.
No hubo palabras ligeras, ni preguntas sobre la cosecha o el clima.
Aquella noche, mientras la luna bañaba su habitación con su pálida luz, Vered la llamó.
—Merss…
Ella abrió los ojos de golpe.
—Vered… ¿qué ocurre?
El dios tardó en responder, y eso la inquietó.
—Ha llegado el momento. Debes ir a la iglesia.
Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Qué? Eldric dijo que no debía acercarme a ellos. Dijiste que…
—Si no lo haces, este pueblo será destruido por completo.
Merss sintió que su pecho se comprimía.
—No…
—Vendrán por ti. Buscarán tu luz. Si te quedas, los inocentes pagarán el precio de tu existencia.
Se sentó en su cama, su respiración entrecortada.
—No quiero ir. No quiero…— susurró.
—Lo sé, pequeña Merss.
El uso de su nombre, con tanta ternura, casi la hizo llorar.
—¿Cómo puedo saber que esto es lo correcto?
Vered guardó silencio por un instante, luego habló con la misma firmeza serena de siempre.
—Porque nunca te enviaré a un destino sin darte la fuerza para enfrentarlo.
Merss sintió un calor abrasador en su pecho. Su cuerpo se llenó de luz y, de repente, su mente se inundó de imágenes.
Sombras ocultas en túnicas blancas.
Pasillos dorados.
Un hombre de ojos dorados extendiendo la mano hacia ella.
Sangre.
Tanta sangre.
Cuando la visión terminó, cayó de rodillas, temblando.
—Ahora ves, pequeña Merss… susurró Vered. Es hora de que encuentres tu propio camino.
Y entonces, su presencia desapareció.
Merss permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el suelo. Su corazón latía con violencia en su pecho.
Debía irse. Debía ocultarse. Y debía hacerlo sola.
La paz se había acabado.
La iglesia la estaba esperando.
Merss avanzó con pasos firmes, aunque su pecho estaba oprimido por una angustia silenciosa. La nieve crujía bajo sus pies, y el viento de la montaña le revolvía el cabello.
La noche había sido larga.
Esperó a que todos durmieran. Tomó solo lo necesario. Nadie debía verla partir.
Y ahora, al pie de la montaña, cuando creyó que había logrado irse sin despedidas… allí estaba él.
Eldric.
El exiliado la esperaba con los brazos cruzados, su túnica oscura agitándose con el viento. No parecía sorprendido.
—Pensaste que podrías huir sin que lo notara, ¿eh? —su voz sonó serena, pero en sus ojos había algo más.
Merss bajó la mirada.
—No quería que nadie intentara detenerme.
Eldric suspiró.
—Vered me habló. Me dijo que vendrías.
Ella levantó la cabeza de golpe.
—¿Lo hizo?
Él asintió y avanzó un par de pasos hasta quedar frente a ella.
—También me dijo que este era tu destino… y que yo debía quedarme.
Merss sintió que su corazón se encogía.
—Pero podríamos huir juntos. Encontrar otro refugio. No tienes que…
Eldric negó con la cabeza.
—No puedo huir más, niña. Ya hice mi parte guiándote y enseñándote a controlar tu poder. Ahora… es tu turno de decidir qué harás con él.
El silencio se alargó entre los dos.
Merss apretó los labios con fuerza. Había tantas cosas que quería decir. Que no estaba lista. Que no quería enfrentar la iglesia. Que aún tenía miedo.
Pero Vered ya había hablado.
Eldric sonrió con nostalgia y extendió la mano, colocando con cuidado una capa gruesa sobre los hombros de Merss.
—Al menos cúbrete bien. No porque lo necesites, sino porque el frío puede ser cruel con los demás.
Merss sujetó la tela con fuerza.
—Eldric…
Él la miró con orgullo.
—Ve. No dejes que tu corazón se llene de dudas. Vered confía en ti, y yo también.
Las lágrimas nublaron la vista de Merss, pero no cayó en la tentación de quedarse.
No había marcha atrás.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar.
No corrió. No se apresuró.
Solo caminó.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos, cuando la silueta de Eldric se desdibujó entre la niebla de la montaña, solo entonces permitió que sus lágrimas cayeran.