Fenix de Vered: Historias de Merss

11

Merss caminó durante días, cruzando senderos nevados, bosques fríos y caminos de piedra. Solo se detenía cuando la fatiga pesaba demasiado sobre sus pies. Se cubría con la capa que Eldric le había dado, aunque no sentía el frío. Comía con moderación, racionando lo poco que llevaba. No tenía prisa, pero sabía que su destino era inevitable.

Finalmente, llegó a un pueblo en las afueras de la gran capital del Imperio Dorado. Desde la colina pudo verlo: los techos de tejas rojizas, las calles de piedra irregulares y, a lo lejos, las torres doradas de la catedral imperial, reflejando la luz del sol.

Aquel lugar era pequeño en comparación con la capital, pero estaba vivo. Comerciantes anunciaban sus productos en la plaza, niños corrían entre los puestos, y campesinos llegaban desde los campos con carretas cargadas de cosecha. Pero, al mirar con más atención, Merss vio lo que siempre pasaba desapercibido para los demás: los rincones oscuros donde yacían los desvalidos.

Ancianos envueltos en harapos, niños de rostros sucios y ojos hundidos por el hambre, enfermos que nadie miraba dos veces.

No podía ignorarlos.

Y no lo hizo.

Durante los siguientes días, Merss hizo lo que mejor sabía hacer. Se arrodilló junto a los moribundos y les ofreció alivio. Limpió heridas, sanó enfermedades, restauró cuerpos débiles con un simple toque. No todos los que tocaba podían salvarse, pero aquellos que aún tenían un destino en este mundo recibían su milagro.

Los rumores se esparcieron como fuego en la hierba seca.

"Un ángel ha descendido al pueblo."

"Una joven con el toque de la divinidad."

"Sus ojos brillan como los de los santos."

Merss no se escondió. Sabía que la iglesia escucharía esas historias. Sabía que tarde o temprano vendrían por ella.

Y los estaba esperando.

En los pasillos de mármol y oro de la catedral, el eco de pasos apresurados resonaba con urgencia.

Un joven sacerdote irrumpió en la gran sala del trono papal, donde el Sumo Pontífice descansaba rodeado de cardenales y altos clérigos. Se inclinó de inmediato, tratando de recuperar el aliento antes de hablar.

Su Santidad... noticias urgentes desde un pueblo en las afueras de la capital. —Sus palabras estaban teñidas de emoción contenida, como si temiera hablar demasiado alto.

El Papa, un hombre de ojos dorados ahora opacados por la edad y la corrupción, levantó la vista con una mueca de hastío.

—Si es otra pista falsa... más vale que tengas algo de valor que decirme. —Su voz era un gruñido cargado de impaciencia.

El sacerdote tragó saliva.

—Esta vez... lo hemos sentido. La presencia divina. Es real.

El silencio cayó sobre la sala.

Los cardenales intercambiaron miradas cautelosas. Por cinco años, habían perseguido rumores. Cinco años de esperanza vacía, de falsas santas, de ilusiones sin fundamento. Cada pista los había llevado a callejones sin salida, a campesinas con dones menores o fraudes que pretendían milagros por monedas.

Pero esta vez... era diferente.

Uno de los cardenales más ancianos, de cabello plateado y túnica bordada con hilos de oro, apoyó las manos sobre la mesa y habló con voz grave.

—¿Estás completamente seguro?

—Sí, Eminencia. He enviado a dos clérigos al pueblo. Ambos sintieron la presencia... y dicen que es abrumadora.

El Papa se incorporó, con las manos crispadas sobre los brazos del trono.

—Después de tantos años... —susurró, con una mezcla de temor y codicia brillando en sus ojos.

Tasael, de pie entre los cardenales, se mantuvo en silencio, sus manos ocultas bajo las mangas de su túnica. Su corazón latía con fuerza. Ella está cerca... pensó.

—Latael —ordenó el Papa, sin molestarse en mirarlo—. Toma a los Soldados Santos y tráela.

El cardenal de cabello negro y mirada impenetrable asintió con solemnidad.

—Sí, Su Santidad.

—No quiero errores. Ni retrasos. Si de verdad es la Santa, debe ser traída cuanto antes.

Los clérigos hicieron una reverencia y salieron de la sala con rapidez.

Los cardenales se miraron entre sí, incómodos. Habían pasado años disfrutando de la seguridad y el lujo que su posición les otorgaba. El pueblo los veneraba, los nobles los temían, y el Sumo Pontífice gobernaba la iglesia con una mezcla de divinidad y tiranía. Una Santa real cambiaría el equilibrio de poder.

—Su Santidad... —se atrevió a hablar un cardenal de barba espesa, con voz mesurada—. Si esto es cierto, y si realmente la traemos de vuelta, podría atraer demasiadas miradas. Los nobles, los reyes de las naciones aliadas... todos querrán verla. Y si ella hablara directamente con el pueblo…

—Podría debilitar nuestra autoridad —añadió otro, de rostro delgado y mirada astuta—. ¿Y si proclama que el Papa ya no escucha a Vered? ¿Y si dice que la iglesia ha perdido su camino?

El Papa soltó una carcajada seca, inclinándose hacia adelante en su trono dorado.

—Entonces, simplemente, no la dejaremos hablar.

Los cardenales guardaron silencio.

—¿Acaso creen que la traería aquí para compartir mi poder con ella? —continuó el Papa, con una sonrisa torcida—. No. La traeremos, la haremos nuestra. Dócil. Servil. Devota… no de Vered, sino de mí.

Su mirada centelleó con un brillo peligroso.

—No importa qué tan fuerte sea su divinidad, sigue siendo una niña. Y una niña puede ser moldeada.

Un cardenal de mayor edad, hasta ahora en silencio, frunció el ceño.

—Si su poder es tan grande como dicen los rumores, ¿cómo planea controlarla?

El Papa apoyó los dedos en el brazo del trono, tamborileando con calma.

—Las personas solo necesitan dos cosas para doblegarse… miedo y desesperanza.

La sala quedó en penumbras cuando la luz de las velas parpadeó con el viento.

—No me importa si debemos romper su cuerpo y su espíritu. Eventualmente, ella se arrodillará ante mí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.