Latael avanzó por las calles del pueblo con paso firme, flanqueado por los soldados santos. La gente los miraba con recelo y murmullos, apartándose a su paso. Todos conocían la reputación de la iglesia, y la presencia de los soldados solo significaba una cosa: algo importante estaba por suceder.
Los rumores habían sido muchos antes, pero siempre falsos. Aun así, había algo en esta ocasión que se sentía distinto. Latael podía sentirlo en su propia divinidad.
Y entonces, la vio.
De pie en el centro de la plaza, rodeada por niños y ancianos que la miraban con gratitud y amor, estaba ella.
No había duda.
Era la Santa.
Latael se detuvo en seco. Los soldados que lo seguían hicieron lo mismo, paralizados por la misma visión.
Merss irradiaba luz, pero no era una luz cegadora. Era cálida, envolvente, casi como si la misma presencia de Vered estuviera en la tierra. Su cabello largo, negro como la noche, brillaba con reflejos dorados bajo el sol del atardecer. Sus ojos, oscuros pero iluminados con un resplandor divino, se encontraron con los de Latael.
Por un momento, él sintió que su propia fe se tambaleaba.
"Realmente es la Santa..."
Los soldados apenas podían contener su asombro y devoción. Algunos se arrodillaron sin pensarlo.
—S-Su Santidad… —murmuró uno de ellos, sin saber qué más decir.
Merss no dijo nada. Su expresión era tranquila, pero en sus ojos se leía algo más. Algo profundo, insondable.
Latael sintió que su pecho se oprimía. No podía apartar la vista de ella. No solo porque era la Santa, sino porque había algo en su presencia que lo cautivaba completamente.
No era solo su divinidad.
Era su humanidad.
Era la forma en que su mera existencia inspiraba esperanza, incluso en los soldados que habían venido a capturarla.
Pero Latael sabía la verdad. Sabía lo que la iglesia planeaba para ella.
Y en ese instante, se dio cuenta de algo aterrador:
"Si la llevo ante el Papa, la destruirán."
Merss los miró con calidez. No había miedo en sus ojos, ni sorpresa. Era como si hubiera sabido desde el principio que vendrían por ella.
Dio un paso adelante, acercándose a ellos con una tranquilidad que desarmaba incluso al más firme de los soldados. Sus movimientos eran suaves, casi etéreos, como si flotara más que caminara.
Los soldados santos, hombres endurecidos por el entrenamiento y la guerra, sintieron cómo sus cuerpos temblaban levemente. No era temor lo que los embargaba, sino una extraña sensación de reverencia. Como si estuvieran en presencia de algo sagrado, algo que sus corazones reconocían antes que sus mentes.
Uno de ellos, incapaz de contenerse más, cayó de rodillas.
—Su Santidad… —murmuró, con la voz rota por la emoción.
Merss se detuvo frente a él y, con la suavidad de una pluma, apoyó su mano en su cabeza.
—No necesitas inclinarte —dijo en un tono dulce, casi susurrado, pero lo suficientemente claro para que todos la oyeran.
El soldado sintió un calor recorrer su cuerpo. Era como si un peso invisible hubiera sido levantado de su alma, como si el simple contacto de la Santa hubiera purificado algo dentro de él.
Los demás soldados intercambiaron miradas entre sí, conmovidos. Algunos también cayeron de rodillas sin que nadie se los ordenara.
Latael, quien hasta ahora había permanecido en silencio, sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Merss no estaba haciendo nada extraordinario. No estaba conjurando milagros ni mostrando su poder divino de manera evidente.
Y sin embargo…
Su mera existencia bastaba para hacer que incluso los guerreros más disciplinados se doblegaran ante ella.
"Esto es peligroso."
Lo pensó, pero no por miedo a ella. No.
Era peligroso porque ahora entendía por qué la iglesia la quería.
Y, peor aún…
Ahora entendía que si la iglesia lograba someterla, la convertirían en la herramienta más poderosa de su historia.
El Papa no solo quería poseer su divinidad.
Quería que la devoción que despertaba fuera suya.
Latael tragó saliva y finalmente dio un paso adelante.
Merss giró su rostro hacia él, y por un instante, el cardenal sintió que su corazón se detenía.
Ella lo miraba de la misma manera que había mirado a los soldados: con calidez, sin juicio, sin miedo.
Como si ya supiera todo lo que él estaba pensando.
—Santa Merss… —dijo, y al pronunciar su nombre, sintió que algo dentro de él cambiaba para siempre—. Debemos llevarla con nosotros.
Merss lo observó por un momento, luego asintió con una serenidad que lo desconcertó.
—Lo sé.
Su respuesta dejó a Latael sin palabras.
No preguntó por qué. No mostró resistencia.
Simplemente aceptó su destino.
Y eso, de alguna manera, lo aterrorizó más que cualquier otra cosa.