Merss caminó tras Latael con pasos suaves, sin titubeos. A pesar de su pequeña estatura en comparación con los soldados y el cardenal, su presencia se sentía inmensa.
Cuando estuvieron lo suficientemente lejos del resto, ella alzó la vista hacia él con curiosidad.
—¿Cómo sabías mi nombre? —preguntó, su voz tan serena como el viento que acariciaba el pueblo.
Latael la miró de reojo, sorprendido por la pregunta. Pensó en mentir, pero algo en esos ojos dorados oscuros le hizo comprender que no tenía sentido ocultarlo.
—Es una de mis habilidades —respondió con honestidad—. Puedo ver el nombre real de las almas en las personas. Y el tuyo… brillaba con una luz que nunca había visto antes.
Merss inclinó ligeramente la cabeza, procesando sus palabras.
—Eso es hermoso —susurró, más para sí misma que para él.
A su alrededor, la gente del pueblo comenzaba a darse cuenta de que se iba. Sus miradas se llenaban de tristeza, algunas personas rompían en llanto, otros simplemente apretaban los labios con impotencia. Niños y ancianos se reunieron en el camino, llamándola con voces quebradas.
—Santa Merss… ¡No nos deje!
—¡Usted nos salvó! ¡No podemos perderla ahora!
—¿Volverá algún día?
Merss se detuvo y giró hacia ellos con una sonrisa cálida. Sus ojos brillaban con una paz inquebrantable.
—Regresaré algún día —prometió—. Y cuando lo haga, Vered los salvará.
Sus palabras no eran solo un consuelo vacío. Todos en el pueblo lo sintieron, lo supieron en lo más profundo de sus almas. Ella realmente volvería.
Latael apartó la mirada, sintiendo un peso en el pecho.
"No te das cuenta de lo que te espera."
Él lo sabía. Ella iba hacia su perdición.
Pero tampoco podía evitar la certeza de que, de alguna manera, ella creía en lo que decía.
Con un suspiro, le ofreció la mano y la ayudó a subir al carruaje.
Los soldados apenas podían apartar la vista de ella. Merss, aún sentada con gracia, tenía un aura que hacía que incluso los hombres más altos tuvieran que levantar la mirada para verla.
Mientras el carruaje comenzaba a moverse, Latael se aclaró la garganta y comenzó a hablar.
—Debo explicarte sobre la iglesia…
Merss se giró hacia él y lo observó con atención. Sus ojos dorados oscuros reflejaban una inteligencia tranquila, una comprensión silenciosa.
Parecía una niña.
Pero, al mismo tiempo, parecía más grande que cualquiera de ellos.
Y eso era lo que más inquietaba a Latael.
—Dijiste que me explicarías sobre la iglesia.
Latael asintió y tomó aire.
—La iglesia es el pilar de la fe en el Imperio Dorado. Es el centro del poder divino en este mundo, la única institución que tiene el derecho de interpretar la voluntad de Vered.
Merss ladeó la cabeza.
—¿Eso crees?
Latael parpadeó. No esperaba esa pregunta.
—Es… lo que se nos ha enseñado.
—Pero tú dudas —afirmó ella con calma.
Él desvió la mirada, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
—No debes decir esas cosas dentro de la iglesia. Hay oídos en todas partes.
Merss no insistió. Solo asintió con suavidad, dándole a entender que comprendía.
—¿Por qué buscan tanto a la Santa? —preguntó después de un rato.
Latael la miró con intensidad.
—Porque la Santa es la luz que guía al pueblo —dijo con una voz medida—. Es la representante de Vered en la tierra. Pero la iglesia… —Se detuvo un segundo antes de continuar—. La iglesia la necesita por otras razones.
—¿Cuáles?
Latael apretó los labios. No podía decírselo. No todavía.
—Para mantener la fe del pueblo fuerte —respondió al final—. La gente necesita creer que Vered sigue con ellos.
Merss se quedó en silencio, analizando sus palabras.
—Y el Papa… ¿también me necesita?
El carruaje se sacudió levemente al pasar por una roca, pero Latael apenas lo sintió. Su cuerpo se había tensado.
—Sí —respondió al fin—. Él te espera con ansias.
Merss notó la forma en que evitó su mirada.
—No confías en él —dijo sin vacilar.
Latael cerró los ojos y suspiró.
—No —confesó con voz baja.
Un silencio pesado cayó entre ellos. Afuera, el viento silbaba entre los árboles.
Merss apoyó las manos sobre su regazo y bajó la mirada.
—Entonces… —susurró—, ¿por qué me llevas con él?
Latael sintió que su corazón se detenía un segundo.
No tenía una respuesta para eso.