El carruaje cruzó las enormes puertas doradas de la capital sagrada. El sonido de los cascos resonaba en las calles de piedra blanca, y poco a poco, una multitud comenzó a reunirse. Primero fueron curiosos, aldeanos y comerciantes que alzaban la vista para ver quién llegaba con tanta escolta, pero cuando vieron a la joven dentro del carruaje, sus expresiones cambiaron.
Los soldados santos abrieron la puerta del carruaje y Merss descendió con una gracia natural. Sus ojos dorados oscuros reflejaban la luz del sol, y su largo cabello castaño se movía suavemente con la brisa. Vestía una túnica sencilla, pero aun así parecía una entidad celestial. Un murmullo creció entre la multitud.
—Es ella…
—La Santa… ha vuelto.
—¿Podría ser? ¿Después de tantos años?
Algunos se arrodillaron instintivamente, otros simplemente miraban en silencio, incapaces de apartar la vista. Merss sintió un nudo en la garganta, no estaba acostumbrada a tantas miradas. Se esforzó en mantener su expresión serena, pero su corazón latía con fuerza.
Latael se puso a su lado, observando el comportamiento de la gente. Sabía que esta reacción era inevitable, pero la intensidad del momento lo inquietó. Si la multitud la adoraba así solo con verla, ¿qué tan difícil sería para el Papa someterla?
—Sigan caminando —ordenó Latael a los soldados, y el grupo avanzó por las escalinatas de la Catedral Dorada.
Los portones de la iglesia se abrieron con un retumbar solemne. El interior de la catedral era aún más imponente que el exterior: columnas de mármol blanco, vitrales que representaban a los antiguos santos, y un enorme altar dorado en el centro, donde esperaba el Papa.
Merss sintió un escalofrío al verlo.
El Papa era un hombre alto, de cabello plateado y ojos dorados que, aunque brillaban con divinidad, estaban llenos de ambición. Su sonrisa era encantadora, pero Merss sintió un vacío detrás de ella. Algo en su presencia la ponía en alerta.
—Bienvenida a casa, Santa Merss.
Sus palabras resonaron por la catedral, pero Merss no sintió calidez en ellas. Casa… no. Este lugar no es mi hogar.
Merss inclinó la cabeza en una leve reverencia, como dictaba la cortesía, pero sus manos estaban frías y temblaban.
Latael observó la escena con el corazón apretado. ¿Sabrá ella que acaba de entrar en la boca del lobo?
La multitud observaba con asombro. La Santa había vuelto, pero nadie imaginaba la batalla silenciosa que estaba a punto de comenzar.
Los cardenales estaban alineados en los costados del gran salón, observando cada uno de los movimientos de Merss con miradas frías y calculadoras. Vestidos con túnicas rojas y doradas, eran hombres y mujeres que habían pasado sus vidas dentro de la iglesia, acumulando poder y asegurando su posición.
A diferencia de los soldados y el pueblo, no se arrodillaron ni mostraron asombro. Sus ojos dorados la escudriñaban con desconfianza.
Ella no debía existir.
La iglesia había prosperado sin una Santa durante años. Su ausencia les había dado una libertad absoluta, permitiéndoles moldear las creencias del pueblo según sus propios deseos. Pero ahora, con su llegada, todo podía cambiar.
Uno de los cardenales más ancianos, un hombre llamado Gregor, entrecerró los ojos y susurró con voz ronca:
—Esto es peligroso… si es la verdadera Santa, el pueblo se volverá hacia ella en vez de nosotros.
—No podemos permitirlo —respondió otro cardenal, una mujer de cabello oscuro llamada Agatha—. Aún podemos moldearla. Es solo una niña.
—¿Y si no se deja moldear? —preguntó un tercer cardenal, Tadeo, con evidente desconfianza.
Los tres intercambiaron miradas y luego observaron al Papa, quien mantenía su sonrisa encantadora mientras extendía su mano hacia Merss.
—Debemos movernos con cuidado —susurró Gregor—. Si intentamos quebrarla de inmediato, el pueblo podría volverse en nuestra contra.
—Entonces, que el Papa haga lo que mejor sabe hacer… engañarla —respondió Agatha con una sonrisa afilada.
Merss sintió aquellas miradas clavadas en ella. Aunque su expresión seguía siendo serena, su corazón se agitaba con inquietud. No me quieren aquí.
Vered había tenido razón. No estaría en buenas manos.