Merss caminó detrás de Latael con pasos silenciosos, sintiendo el peso de cada mirada en su espalda. La enorme catedral era imponente, con vitrales que reflejaban la luz dorada de los atardeceres y estatuas de santos que parecían observarla con juicios impasibles.
Finalmente, llegaron a una gran puerta tallada con símbolos sagrados. Latael se detuvo frente a ella, girándose hacia Merss con un leve gesto de advertencia en su mirada dorada.
—Mantente en calma —murmuró antes de abrir la puerta y hacer una reverencia—. Su Santidad, la Santa está aquí.
Dentro, el despacho era lujoso. Las paredes estaban cubiertas con estanterías de libros antiguos, reliquias de oro y cuadros de antiguos Papas. La luz de la tarde entraba por un enorme ventanal detrás del escritorio de madera oscura, donde el Papa estaba sentado con una sonrisa encantadora.
El Papa Adriano.
Un hombre de mediana edad, con cabello rubio ceniza y ojos dorados que brillaban con astucia. Su túnica blanca y dorada le daba un aire de pureza, pero Merss sintió de inmediato algo perturbador en él. Su sonrisa no era cálida, sino calculadora.
—Merss, la Santa perdida… —su voz era suave, casi melosa—. Qué alegría tenerte finalmente aquí.
Merss inclinó levemente la cabeza en respeto, aunque sus manos estaban frías y temblaban levemente.
—Es un honor conocerlo, Su Santidad.
El Papa se levantó con elegancia y rodeó su escritorio, caminando lentamente hacia ella. Observó su cabello castaño oscuro, sus ojos dorados oscuros, su aura de divinidad… y su expresión cambió por una fracción de segundo. Algo en su mirada reveló un interés más allá de lo religioso.
—Eres aún más hermosa de lo que imaginaba —susurró, casi para sí mismo, antes de posar una mano en su hombro—. No tienes idea de lo importante que serás para la iglesia, mi querida niña.
Merss sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—Haré lo que Vered desee —respondió con firmeza.
El Papa sonrió, pero sus ojos brillaron con algo más oscuro.
—Por supuesto… lo que Vered desee.
Latael, que estaba de pie junto a la puerta, apretó los puños con disimulo. Sabía lo que realmente significaban esas palabras. El Papa no veía a Merss como la Santa. La veía como su posesión.
Merss sintió un escalofrío recorrer su espalda cuando la risa del Papa Adriano llenó la habitación. Su mirada dorada oscura se mantuvo firme, pero su respiración se volvió pesada.
—No te preocupes, me serás leal —repitió Adriano con un tono de seguridad absoluta.
Aplaudió dos veces y la puerta se abrió. Dos soldados enmascarados entraron en silencio, cubiertos con pesadas armaduras negras, la insignia de la iglesia en el pecho. No emitieron palabra, pero su mera presencia llenó la habitación de tensión.
Merss no apartó la vista de Adriano.
—No puedes hacerme traicionar a Vered —su voz era clara, pero una ligera vibración delataba su inquietud.
Adriano se levantó de su asiento, acercándose lentamente. La luz de la habitación se reflejaba en sus ojos dorados, pero su sonrisa tenía algo podrido.
—Eso lo decidiremos con el tiempo. Aquí dentro, Merss, solo hay una verdad: mi palabra es la voz de dios.
Los soldados dieron un paso adelante, sus sombras alargándose sobre ella.
La tela áspera cubrió su rostro de golpe, apagando la luz y sumiéndola en una oscuridad sofocante. Merss intentó moverse, pero los soldados la sujetaron con fuerza, inmovilizándola como si fuera una muñeca de trapo.
Sintió cómo la levantaban, el aire cambiaba a su alrededor, pasos resonaban en un pasillo largo. El corazón le latía con fuerza, pero su mente se mantuvo fría. Vered le había advertido. Tenía que ser fuerte.
El olor a incienso se desvaneció poco a poco, reemplazado por un aire viciado, húmedo, casi rancio. Finalmente, la dejaron caer sobre una superficie dura. Merss escuchó el chirrido de una puerta pesada cerrándose y un cerrojo asegurándola.
El silencio fue lo único que quedó.
Se quitó la bolsa de tela con manos temblorosas y vio la habitación donde la habían dejado: paredes de piedra desnudas, una cama sencilla de madera, una pequeña mesa con una jarra de agua. No había ventanas. Solo una puerta de hierro que parecía sellar su destino.
Respiró hondo.
—Debo ser fuerte... —susurró para sí misma, pero su voz tembló.
Sabía que este era solo el comienzo.