Fenix de Vered: Historias de Merss

17

La oscuridad la envolvía. La tela áspera seguía cubriendo su rostro, y el aire en la habitación era pesado y viciado. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí. No le permitían ver la luz del sol ni hablar con nadie. La habían dejado en un cuarto de piedra con solo una cama delgada y una jarra de agua.

El tiempo pasaba de forma difusa. A veces, le traían un plato con pan duro y sopa aguada. Otras veces, la dejaban sin comer.

El primer visitante llegó al tercer día.

—Santa Merss… —Una voz profunda y serena se filtró en la habitación. Un hombre de túnica blanca entró, acompañado de dos figuras encapuchadas.

Merss se mantuvo en silencio, sentada contra la pared.

—Debes entender algo, niña. La iglesia es la voluntad de Vered en la tierra. Si desafías la iglesia, desafías a tu propio Dios.

Merss apretó los labios.

—El Papa Adriano es el único hombre que puede guiarte. Solo obedeciéndolo hallarás la paz y el propósito que Vered te ha dado.

Merss alzó la mirada. Sus ojos dorados aún brillaban con determinación.

—Eso es mentira. —Su voz tembló, pero no de miedo, sino de rabia contenida—. Vered nunca me ha pedido obedecer a la iglesia. Solo a Él.

El hombre suspiró y se giró hacia los encapuchados.

—Comiencen.

Las figuras se movieron. Uno la sujetó con fuerza mientras el otro sumergía un trapo en agua fría y se lo pasaba por el rostro.

—Cada día que te niegues a obedecer, te recordaremos tu lugar.

Ese fue el inicio.

Pasaron días. Semanas, quizás. Merss no lo sabía. Perdió la noción del tiempo. A veces la mantenían en completa oscuridad, otras encendían una vela y la dejaban ahí, parpadeando débilmente.

Le repetían las mismas frases una y otra vez:

—Si Vered te amara tanto, ¿por qué permite que sufras?
—Solo el Papa puede protegerte.
—Eres nuestra Santa, pero una Santa sin la bendición de la iglesia es solo una niña perdida.

Merss cerraba los ojos y trataba de recordar la voz de Vered, su presencia cálida. Pero con el tiempo, su propio cuerpo comenzó a traicionarla.

Empezó a dudar.

Se sintió débil.

Se preguntó si tal vez, solo tal vez… tenían razón.

Una noche, la hicieron arrodillarse en el suelo de piedra. La habitación estaba vacía, salvo por el sacerdote que siempre la visitaba.

—Ora.

Merss no respondió.

—Ora por la iglesia. Ora por el Papa. Ora para que Vered te perdone.

—Vered no me ha abandonado.

El sacerdote suspiró y asintió a las sombras tras él.

Una vara de madera gruesa azotó su espalda. El dolor fue un latigazo ardiente. Merss jadeó, pero no gritó.

—Ora.

Otro golpe. Luego otro.

Merss cayó al suelo, con el cuerpo temblando, sintiendo la piel arder.

—Vered… —murmuró.

—Eso es. —El sacerdote sonrió—. Dile a Vered que te enseñe la obediencia.

Latael notó su ausencia. Pasaron días desde que la trajeron, y nadie sabía dónde estaba. Cuando intentó preguntar, le dijeron que "se estaba adaptando a su nueva vida".

No le gustó cómo sonaba eso.

Una noche, se acercó a Tasael, quien también parecía inquieto.

—¿Has oído algo sobre la Santa?

Tasael frunció el ceño.

—Solo que el Papa la está educando… a su manera.

Latael apretó los puños.

—Eso no está bien.

Tasael suspiró y miró hacia el enorme vitral de la iglesia.

—Nada aquí está bien.

Ambos sabían que si interferían abiertamente, serían considerados traidores. Pero Latael no podía quedarse de brazos cruzados.

Merss estaba sufriendo. Y si nadie hacía nada…




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