El tiempo perdió significado dentro de aquella celda. El frío de la piedra se convirtió en su única compañía constante.
Los días se repetían como un eco infinito: castigos, manipulación, aislamiento. Querían quebrarla, doblegarla, hacerla suya. Pero Merss resistía.
Y el Papa Adriano estaba perdiendo la paciencia.
—¿Un año entero y sigue sin someterse? —golpeó la mesa con el puño, sus ojos dorados ardiendo de furia.
Los cardenales a su alrededor intercambiaron miradas nerviosas.
—Es… obstinada. —murmuró uno.
—Eso no importa. —Otro cardenal sonrió con frialdad—. Hemos descubierto algo más interesante… su cuerpo regenera cualquier herida. No importa lo que hagamos, siempre sana.
Adriano entrecerró los ojos.
—¿Y eso qué tiene de interesante?
El cardenal se inclinó hacia él con una sonrisa venenosa.
—Significa que podemos llevarla al límite sin preocuparnos de que muera. Y en algún momento, se quebrará.
El Papa dejó escapar una carcajada baja y oscura.
—Continúen. Pero no la maten.
Se volvió un entretenimiento para ellos.
Algunos días la dejaban sin comer. Otros la sumergían en agua helada hasta que su piel se entumecía. Le ataban las muñecas hasta que la carne se enrojecía, luego esperaban a que sanara y repetían el proceso.
Un día la hicieron caminar sobre brasas ardientes.
Otro día la marcaron con cuchillas, solo para ver cómo su piel se cerraba como si nunca hubiera sido herida.
—Realmente es la elegida de Vered. —susurró uno de los torturadores, maravillado, mientras pasaba un dedo por la cicatriz que desaparecía—. Pero también es nuestra.
Merss se negaba a llorar. Se negaba a gritar. Pero a veces, en la soledad de la noche, cuando la dejaban en su celda con el cuerpo ardiendo de dolor, temblaba.
Y en esos momentos, Latael llegaba.
Al principio, solo le dejaba comida. Un trozo de pan, un poco de agua, escondidos en su celda cuando nadie miraba.
Pero luego, no pudo soportarlo más.
Una noche, cuando Merss apenas podía moverse, Latael entró en su celda en silencio y la abrazó.
Ella se tensó al principio, pero luego sintió su calidez. No había maldad en su toque, no había presión. Solo… consuelo.
—Merss… —su voz era baja, temblorosa—. Lo siento… lo siento tanto.
Las lágrimas de Latael cayeron sobre su cabello. Ella sintió una punzada en su pecho.
—No llores… —su voz sonó quebrada.
Latael apretó los labios.
—Voy a sacarte de aquí… algún día. Lo prometo.
Ella cerró los ojos, demasiado agotada para responder. Pero por primera vez en meses, sintió un poco de esperanza.
Latael siguió visitándola en secreto. Algunas noches solo se sentaba junto a ella, hablándole de cosas mundanas. Otras veces la abrazaba, como si pudiera transferirle algo de su fuerza.
Y así, con cada visita, con cada palabra suave… Merss encontró una razón para seguir resistiendo.
Y así otro año paso.
La gran catedral del Imperio Dorado se preparaba para la mayor revelación en décadas. El aire estaba cargado de emoción, rumores y expectativas.
Los ciudadanos de la capital se habían reunido en la plaza central, susurrando entre ellos con ansias. Había pasado tanto tiempo desde que la iglesia había anunciado que la Santa perdida sería encontrada… y ahora, por fin, se revelaría ante el mundo.
En el interior de la catedral, los cardenales y el Papa Adriano la admiraban con satisfacción.
Merss estaba lista.
Vestida con una túnica blanca y dorada, el tejido parecía brillar con luz propia, realzando la delicadeza de su figura. Su cabello castaño oscuro caía liso y perfecto hasta su cintura, adornado con finas cadenas doradas. Una corona de luz flotaba sobre su cabeza, proyectando una sombra etérea sobre su rostro.
Pero lo que más capturaba la atención era su mirada.
Ya no había resistencia en sus ojos dorados oscuros. No había lucha. No había rebeldía.
Sus labios estaban suavemente entreabiertos, a la espera de órdenes. Sus manos, unidas frente a su pecho, parecían listas para bendecir a quien se lo pidieran.
Era todo lo que Adriano había soñado.
—Es perfecta. —susurró un cardenal, con los ojos llenos de devoción.
—Más que perfecta. —respondió otro—. Es nuestra.
El Papa sonrió, satisfecho.
—Es momento de dominar el imperio.
Y con esas palabras, las puertas de la catedral se abrieron.
El sol brillaba intensamente en el cielo cuando Merss salió a la gran plaza.
Miles de personas la vieron aparecer y, por un momento, el mundo pareció contener el aliento.
Era demasiado hermosa. Demasiado pura.
Una Santa.
La multitud se arrodilló al instante, con lágrimas en los ojos.
—¡Es ella!
—¡La Santa Perdida ha regresado!
—¡Gloria a la Santa! ¡Gloria a la Iglesia!
Pero entre la multitud, dos figuras no se arrodillaron.
Latael y Tasael.
Ambos observaban desde el fondo de la plaza, con expresiones sombrías.
Esa no era Merss.
O al menos, no la Merss que ellos recordaban.
La chica que habían conocido, la chica que había soportado el abuso, la que había luchado, ya no existía.
El Papa Adriano se adelantó y levantó los brazos.
—¡Pueblo del Imperio Dorado! ¡Hoy es un día glorioso! ¡Vered nos ha bendecido con el regreso de su Santa! ¡Bendecidla, adoradla, seguid su voluntad, pues de ahora en adelante, ella es la voz de la divinidad en este mundo!
—¡¡GLORIA A LA SANTA!!
Los gritos de la multitud llenaron el aire como un trueno.
Merss sonrió dulcemente… y se inclinó ante el Papa.
Se había quebrado.