Latael no podía apartar la vista de Merss.
Ella sonreía, su rostro iluminado con un resplandor divino. Se inclinó ante el Papa con sumisión absoluta, y la multitud estalló en gritos de júbilo.
Pero Latael sintió asco.
Sabía que no era real.
Merss no pertenecía a la Iglesia. No pertenecía a Adriano.
—No puede terminar así… —murmuró entre dientes.
A su lado, Tasael se mantuvo en silencio, pero su mandíbula estaba tensa. Sus puños apretados.
Latael giró el rostro hacia él, con la intención de decir algo, pero entonces lo vio.
En el dorso de su mano, apenas visible bajo la luz del sol, brillaba la marca de Vered: un fénix de fuego.
Sus ojos se abrieron de golpe.
Tasael era un elegido.
—Tasael… tu mano.
El otro caballero frunció el ceño y bajó la mirada. Sus ojos dorados se oscurecieron cuando vio la marca en su piel.
—No puede ser…
—Vered nos ha elegido. —Latael sintió que su corazón latía con fuerza—. No estamos solos.
Tasael alzó la vista hacia Merss en el balcón. Su Santa.
Y por primera vez, después de años de desesperanza… sintió que aún había esperanza.
—Debemos encontrar a los otros. —Latael apretó el puño—. Todos los que tengan esta marca… serán nuestros aliados.
Tasael cerró los ojos un instante. Respiró hondo.
—Entonces es hora de comenzar una rebelión.
Ambos se alejaron del bullicio de la plaza, con un solo propósito en mente.
Liberar a la Santa… y destruir la corrupción de la Iglesia desde adentro.
Mientras Merss se inclinaba ante el Papa, una voz resonó dentro de ella con una calma poderosa. Sus ojos dorados brillaron con una intensidad sagrada y, lentamente, giró su rostro hacia la multitud. Fue entonces cuando las palabras fluyeron de sus labios como un eco celestial:
—Esta es mi verdadera voz… y esta es mi voluntad. Ella los salvará... solo deben esperar.
La plaza quedó en completo silencio. Los murmullos cesaron, las rodillas que aún no tocaban el suelo se doblaron, y un mar de miradas atónitas se centró en la figura de Merss. Incluso el Papa, quien hasta ese momento había irradiado confianza absoluta, parecía desconcertado. Sin embargo, pronto recuperó su compostura, sonriendo ampliamente mientras alzaba las manos para recibir las alabanzas del pueblo.
El momento pasó. La gente comenzó a aclamar nuevamente, ahora con renovada devoción, y el cortejo continuó hacia el interior de la catedral. El Papa caminaba junto a Merss, su sonrisa encantadora intacta, pero apenas estuvieron fuera de la vista pública, su expresión cambió por completo.
El bullicio de la plaza aún resonaba en la distancia cuando las grandes puertas de la catedral se cerraron tras ellos.
Merss apenas tuvo un momento para respirar antes de que el impacto la lanzara al suelo.
La bofetada fue brutal, un golpe seco que le arrancó el aire de los pulmones. Su mejilla ardió con un dolor punzante mientras su cabeza rebotaba contra el mármol.
—¿¡Cómo te atreves a hablar sin mi permiso, maldita mujer!?
El grito del Papa resonó con furia pura.
Merss levantó la vista desde el suelo, su mirada vidriosa, sin comprender del todo qué había hecho mal.
—Su eminencia… —susurró, con la voz temblorosa—. Vered tomó mi cuerpo. Fue su voluntad. Es bueno para el pueblo. Él no los ha abandonado…
Sonrió suavemente. Era sincera.
Pero Adriano sintió náuseas.
Esa sonrisa.
Esa mirada llena de devoción… y no hacia él.
—¿Qué dijiste? —gruñó.
Antes de que pudiera reaccionar, la agarró del cabello y la alzó sin piedad.
Merss dejó escapar un jadeo de dolor, con las manos temblorosas aferrándose a la muñeca del Papa, intentando aliviar la presión.
—¡¿A QUIÉN SIRVES?!
La voz de Adriano tronó como un látigo, feroz, imperiosa, cruel.
Merss sintió su respiración entrecortada. El miedo envolvió su corazón.
—A… a… a usted, Papa… —susurró finalmente—. Y a la Iglesia.
Los ojos de Adriano se oscurecieron con satisfacción.
—Recuérdalo.
Y la soltó, dejándola caer con un golpe sordo contra el suelo de mármol.
Merss no hizo ningún intento de levantarse. Solo se arrodilló de inmediato, con la frente contra el suelo, sumisa, temblorosa, pero sin rastro de rebeldía.
—S-sí, su eminencia.
Adriano la observó desde arriba, con el asco aún marcado en sus facciones.
Pero esa postura… así debía ser.
Esa era su Santa.
Sonrió.
—Eres mía, Merss. Solo mía. No vuelvas a traicionarme.
Merss asintió con la cabeza aún pegada al piso.
—No lo haré… Su eminencia.
En su corazón, ella solo quería servir a su gente.
Y Adriano lo sabía.