El eco de los gritos aún resonaba en los pasillos de la catedral cuando la puerta de la gran sala del consejo se abrió de golpe.
Adriano entró, con el rostro sombrío y una furia contenida en sus ojos dorados. Detrás de él, Merss caminaba con la cabeza baja, obediente, con la mejilla enrojecida por la bofetada.
Los cardenales, reunidos en torno a la gran mesa de piedra, se intercambiaron miradas tensas. La habían oído.
Esa voz.
No era la de Merss. Era la voz de Vered.
Y eso los aterraba.
El cardenal Valerian, un hombre de mirada astuta y expresión siempre calculadora fue el primero en hablar.
—Santo Padre… —su voz era suave, controlada—. Parece que la Santa ha demostrado ser… más especial de lo que imaginábamos.
El cardenal Lucius, más joven y menos paciente, cruzó los brazos con un gesto de evidente molestia.
—"Especial" es una palabra amable. —Sus ojos se clavaron en Merss, brillando con desconfianza—. El propio Dios habló a través de ella. Eso no debería ser posible.
—Es un problema. —El cardenal Marcel asintió, con expresión tensa—. El pueblo vio lo que pasó, y ahora la adorarán aún más. La adorarán a ella, no a la Iglesia.
Adriano se dejó caer en su gran trono de mármol y exhaló pesadamente. Los comprendía.
Él también estaba furioso.
Pero no por lo mismo que ellos.
No le temía a Vered. Le temía a la idea de perder el control sobre su Santa.
Dejó que el silencio se alargara unos segundos antes de hablar.
—Merss —pronunció su nombre con frialdad.
Ella se arrodilló de inmediato, sin atreverse a levantar la cabeza.
—S-sí, su eminencia.
Adriano sonrió.
—Dinos, querida Santa… —se inclinó hacia adelante—. ¿Volverá a suceder?
Merss se estremeció.
No quería que la golpeara de nuevo. No quería decepcionarlo.
—No… no volverá a suceder, su eminencia.
Adriano se reclinó en su asiento, satisfecho.
Los cardenales intercambiaron miradas de nuevo. Aún había algo que los inquietaba.
—Santo Padre… —dijo finalmente Valerian—. La gente vio el milagro. No podremos ignorarlo.
Lucius frunció el ceño.
—¿De verdad la presentaremos ante el mundo?
Adriano los miró, su sonrisa se volvió más afilada.
—Por supuesto.
Los cardenales se tensaron.
—¿Incluso después de lo que pasó hoy? —preguntó Marcel, con el ceño fruncido.
Adriano se puso de pie lentamente.
—¿Qué mejor prueba de su divinidad que un milagro?
El silencio fue absoluto.
—La gente no sabe que fue Vered quien habló. Solo saben que nuestra Santa los salvó. Haremos que la adoren aún más.
La sonrisa del Papa se ensanchó.
—Y cuando la controlen completamente… entonces yo seré Dios en este mundo.
Los cardenales se miraron con expresiones mezcladas. Algunos aprobaban. Otros tenían miedo.
Pero no podían contradecirlo.
Merss, aún arrodillada, no alzó la vista en ningún momento.
No tenía permitido hacerlo.
Las velas de la pequeña capilla ardían con una luz tenue, proyectando sombras temblorosas sobre los muros de piedra. Merss estaba arrodillada frente al altar, con las manos entrelazadas sobre su pecho, la cabeza gacha y la mirada perdida en el suelo.
El incienso impregnaba el aire con un aroma denso, pero para ella solo había el frío del mármol contra sus rodillas y el peso invisible de su propia existencia.
Oraba en silencio.
"Padre Vered… ¿sigues ahí?"
La pregunta resonó en su mente con la misma incertidumbre de siempre.
A lo largo del día, Merss no se permitía dudar. Sonreía con dulzura, inclinaba la cabeza ante las órdenes y cumplía cada tarea con la sumisión que se esperaba de ella. Limpiaba los pasillos, atendía a los enfermos, escuchaba las órdenes de los cardenales y soportaba sus castigos sin rechistar.
A veces la llamaban incompetente y le golpeaban.
Otras veces la trataban como una muñeca con la que podían hacer lo que quisieran.
Y ella nunca se resistía. Nunca lloraba.
Porque si lo hacía, si mostraba su dolor, entonces era inútil.
Pero en la soledad de la noche, cuando nadie la miraba, cuando nadie esperaba nada de ella… entonces sí permitía que su corazón temblara.
—Padre… —susurró, con la voz quebrada—. ¿Por qué me has dejado aquí?
El eco de sus propias palabras murió en la inmensidad de la capilla.
Apretó los puños sobre su pecho.
—Sé que debo ser fuerte… sé que tengo un propósito… —sus hombros se estremecieron—. Pero… pero esto duele tanto…
Sus labios temblaron.
—A veces siento que… si sigo sonriendo, un día me olvidaré de cómo se siente la verdadera felicidad.
El silencio la envolvió, pesado como una manta oscura.
Vered no respondió.
Merss tragó en seco y cerró los ojos con fuerza.
No debía llorar.
Las lágrimas no servían de nada.
Respiró hondo y dejó que la sonrisa volviera a su rostro. Débil, pero aún cálida.
—Debo ser fuerte… —repitió en un susurro.
Se puso de pie, con las piernas temblorosas, y se ajustó la túnica antes de salir de la capilla.
Fuera de ese lugar, nadie debía notar que su alma se estaba desmoronando.