El día amaneció con un aire solemne en la catedral. Los rumores se esparcieron como el fuego: el emperador del Imperio Dorado había enviado una solicitud formal. Quería ver a la Santa.
En la sala de reuniones del alto clero, el Papa Adriano sonrió con una satisfacción oscura.
—Así que finalmente el emperador muestra interés —dijo, apoyando los codos sobre la mesa de mármol—. Sabía que llegaría este momento.
Los cardenales intercambiaron miradas tensas.
—¿Cree que debemos acceder, su santidad? —preguntó uno de ellos—. Después de todo, hasta ahora hemos controlado la imagen de la Santa como hemos querido… si él la ve en persona…
Adriano giró el anillo dorado en su dedo, con una sonrisa ladina.
—No podemos negarnos, sería sospechoso. Y, además… no hay nada que temer. Ella nos pertenece.
Los cardenales se relajaron.
El Papa se puso de pie y chasqueó los dedos.
—Preparen a la Santa. Quiero que luzca divina. Que el emperador vea con sus propios ojos la joya que poseemos.
Preparativos para la audiencia
Merss fue llamada.
Los sirvientes la bañaron, perfumaron y vistieron con una túnica blanca adornada con hilos dorados. Sus largos cabellos castaños oscuros fueron trenzados con delicadeza y sobre su cabeza colocaron un pequeño velo de seda. Era la imagen de la pureza.
Pero su expresión era la de siempre: sumisa, tranquila, con esa sonrisa cálida que nunca desaparecía.
Una de las sacerdotisas le ajustó las mangas y le susurró:
—Eres la santa del Imperio Dorado. Asegúrate de que el emperador lo entienda.
Merss inclinó la cabeza con docilidad.
—Sí, hermana.
El Encuentro con el Emperador
El salón imperial estaba decorado con columnas de oro y estandartes rojos y blancos con el emblema del imperio. El emperador, un hombre alto, de cabello plateado y ojos ámbar, estaba sentado en su trono.
Cuando la gran puerta se abrió, todos contuvieron la respiración.
Merss entró.
Su túnica blanca fluía con cada paso, irradiando una presencia etérea.
El emperador la observó con interés. Esperaba ver a una joven santa, pero lo que tenía ante sí parecía algo más… algo imposible de describir.
Ella se arrodilló con gracia y bajó la cabeza, tal como le habían enseñado.
—Su Majestad —dijo con voz suave—, es un honor presentarme ante usted.
El emperador no respondió de inmediato. La estudió con cuidado.
Había algo extraño en ella. Su divinidad era innegable, pero… en sus ojos oscuros y dorados había algo apagado. Algo roto.
Finalmente, el emperador se recargó en su trono y habló:
—Santa Merss… he oído muchas cosas sobre ti. Quisiera saber con mis propios ojos si lo que dicen es cierto.
Merss sonrió con dulzura.
—Por supuesto, su Majestad. Estoy aquí para servir.
El emperador sintió un escalofrío.
Algo estaba muy mal con esa chica.
El emperador notó de inmediato la arrogancia del Papa Adriano. No se inclinó. No saludó. Se limitó a pararse detrás de la Santa como si fuera su dueño.
El descaro fue una ofensa inmediata.
Los consejeros del emperador intercambiaron miradas incómodas. Nadie en todo el Imperio osaría mostrarse tan irreverente ante el trono, excepto tal vez el líder de la iglesia.
El emperador no mostró reacción inmediata, pero su mirada se volvió más afilada.
—Veo que la Santa está en buenas manos —comentó, con un tono neutro.
El Papa sonrió con suficiencia.
—Por supuesto, su Majestad. Nos aseguramos de que ella sea el pilar de la fe del Imperio.
El emperador no creyó ni una palabra.
Merss permanecía arrodillada, silenciosa, con esa sonrisa cálida pero vacía.
El emperador la miró con atención, y entonces algo en su semblante se endureció.
Había visto muchas cosas en su vida. Había visto soldados quebrados, esclavos quebrados… y esa mirada, la mirada de Merss, era la de alguien que había sido roto hasta la sumisión.
No era natural.
Pero el Papa se adelantó antes de que el silencio se volviera incómodo.
—Su Majestad, si lo desea, podemos mostrarle el poder de la Santa. Sus bendiciones son milagrosas.
El emperador no apartó la vista de Merss.
—Sí… Me gustaría ver exactamente en qué se ha convertido la Santa de este Imperio.