El emperador Lucían octavo mando a llamar a unos soldados con una caja enorme, cuando retiraron la tapa había un enorme tigre muerto.
—Este tigre, era un regalo para mi hijo Ludian, pero murió en el camino, ¿podrías por favor...?
Merss levantó la vista con suavidad. Sus ojos dorados oscuros parpadearon con un brillo melancólico. Era la primera vez en años que alguien le pedía algo con respeto.
Se acercó lentamente a la caja mientras los soldados retrocedían con cautela. El tigre era imponente incluso en la muerte. Su pelaje seguía brillante, pero su cuerpo yacía rígido, sin vida.
El Papa Adriano sonrió con satisfacción.
—Adelante, Santa —dijo con tono triunfal—. Muestra el milagro de Vered ante nuestro emperador.
Merss asintió con obediencia, arrodillándose junto al tigre. Su corazón latía con fuerza.
Podía hacerlo.
Respiró hondo y posó ambas manos sobre el cuerpo del animal. Su divinidad fluía con naturalidad, como si Vered le tomara de la mano.
Un suave resplandor dorado envolvió al tigre. El aire vibró. Una presión invisible cubrió la sala, y por un instante, todos sintieron el toque de algo mucho más grande que ellos.
El pelaje del tigre se erizó.
Un segundo después, los pulmones del animal se llenaron de aire y su pecho se elevó con un jadeo repentino.
Los soldados retrocedieron con asombro.
El tigre parpadeó, su mirada confusa y vidriosa al principio. Luego, rugió con fuerza, con un sonido tan poderoso que hizo retumbar las paredes del gran salón.
El milagro estaba hecho.
Merss sonrió con dulzura, acariciando al animal con ternura mientras este reconocía su nueva vida. Pero en su corazón, una pequeña chispa de esperanza ardía.
Vered aún la escuchaba.
El emperador Lucian VIII observó todo en silencio. Sus ojos afilados se clavaron en Merss con una mezcla de admiración… y sospecha.
Finalmente, habló.
—Increíble… realmente increíble.
El Papa Adriano hinchó el pecho con orgullo.
—Tal como le prometí, su Majestad.
Pero el emperador no le respondió al Papa. Su mirada seguía fija en Merss.
—Dime, Santa… —su voz era suave, pero cada palabra tenía un peso imposible de ignorar—, ¿qué deseas tú?
—yo deseo lo que desea la iglesia —hablo mientras acariciaba al tigre, que ronroneaba dócilmente en su mano.
El emperador la miró en silencio por un largo instante. Había algo inquietante en su respuesta.
—¿Y qué desea la Iglesia? —insistió, sin apartar la mirada de ella.
Merss sonrió dulcemente, pero no levantó la vista del tigre.
—Servir a Vered y al pueblo con todo nuestro corazón.
El Papa Adriano se adelantó con una sonrisa forzada.
—Su Majestad, la Santa es una joven devota, su único propósito es llevar la gloria de Vered a su imperio.
Pero Lucian VIII no estaba convencido. Algo en la postura de la joven le resultaba extraño.
No dudaba. No titubeaba.
Pero su respuesta sonaba vacía.
El tigre seguía ronroneando bajo su mano, completamente entregado a su toque, como si la reconociera como su salvadora. Quizás él sí veía lo que los humanos no.
El emperador relajó su expresión y se recargó en su trono.
—Entiendo. Entonces me sentiré más tranquilo sabiendo que la Santa está en buenas manos.
Adriano sonrió con satisfacción.
—Por supuesto, su Majestad.
Pero cuando Lucian VIII miró a Merss por última vez, sus ojos reflejaban algo más que simple aprobación.
Había sospecha. Había curiosidad.
Y quizás… había una chispa de duda sobre el control que la Iglesia decía tener sobre ella.
El rey quería hablar a solas con el Papa e hizo que todos se retirarán, Merss miro al Papa y este le hizo un gesto, Merss se inclinó profundamente y se retiró. El tigre la siguió gustoso, nadie se atrevía a acercarse a ellos.
Merss camino por los jardines del enorme y majestuoso castillo, todo era hermoso, pacífico y cálido, hasta que se tropezó con unas piernas.
—lo lamento, no vi que estaba recostado aquí— dijo Merss con una profunda reverencia.
Escucho una risa
—La santa no debería inclinarse de esa manera, solo ante Vered— Un joven un poco más mayor que ella de cabello plateado y ojos ámbar, parecía el vivo reflejo del rey.
—soy ludían, usted ¿señorita...?
—merss, soy merss — respondió inclinándose con elegancia y dándole una sonrisa real.
Ludian la observó con detenimiento, su sonrisa era amable, pero sus ojos reflejaban algo más profundo.
—Merss… —repitió su nombre con suavidad, como si estuviera saboreando el sonido—. Así que tú eres la Santa.
Merss asintió con humildad, mientras el tigre se acomodaba a su lado, cerrando los ojos con satisfacción.
—Vered me ha bendecido con este don, y me esfuerzo por servirle con devoción.
Ludian la miró fijamente, sin apartar la vista de sus ojos dorados oscuros.
—Hablas como un clérigo… pero no como una persona.
Merss parpadeó, sorprendida por el comentario.
—¿A qué se refiere, su alteza?
Ludian sonrió con ironía y se incorporó, sacudiendo su capa.
—Digo que tus palabras son perfectas, bien estructuradas, siempre obedientes… Pero no tienen alma.
Merss no supo cómo responder. Era la primera vez que alguien le decía algo así.
Ludian inclinó la cabeza, observándola con curiosidad.
—Dime, Santa… si tu dios te hablara ahora mismo, ¿qué te diría?
El corazón de Merss se estremeció. Vered no le había hablado desde su última advertencia.
No quería pensar en lo que eso significaba.
—Vered guía mi camino —respondió con su tono más dulce, aunque por dentro sintió un pequeño temblor de duda.
Ludian soltó una risa suave.
—Eso pensé.
Se acercó un paso más, bajando un poco la voz.
—Espero verte en el banquete de esta noche, Santa. Y espero que para entonces… puedas hablar con tu verdadera voz.
Luego, sin esperar respuesta, le guiñó un ojo y se alejó, dejando a Merss con el corazón latiendo inquieto en su pecho.