Fenix de Vered: Historias de Merss

23

Merss se inclinó hacia el tigre.

—Él es tu dueño, sírvele y protégelo...solo si es amable, no quiero que pierdas la vida una segunda ves— dándole una bendición, el tigre asintió y siguió al príncipe Ludian.

El Papa la encontró y le dijo que debían quedarse al banquete de la noche, que siguiera a las sirvientas del rey que la arreglarían y que el rey quería hablar con ella en privado, tomo su mano con fuerza cuidando que nadie estuviera observando.

—No olvides a quien le perteneces, responde con cuidado— habló amenazante

—Si, su eminencia, pertenezco a usted —. Merss sonrió, el Papa odiaba esa sonrisa.

El Papa la soltó con un leve gruñido de satisfacción y se alejó sin decir más. Merss, sin perder la sonrisa, sintió un vacío en el pecho. Había respondido como debía, como se esperaba de ella… y sin embargo, algo en su interior temblaba.

Las sirvientas del castillo la guiaron a una habitación espaciosa con un enorme espejo. Comenzaron a prepararla con delicadeza, cepillando su largo cabello oscuro y vistiéndola con un vestido de seda blanca bordado con hilos dorados. Las mangas largas y vaporosas le daban un aire etéreo, casi irreal.

—Pareces un ángel… —susurró una de las sirvientas con admiración.

Merss solo sonrió con dulzura. No era un ángel.

Cuando estuvo lista, una doncella la condujo por un pasillo iluminado con candelabros dorados hasta las puertas de un estudio privado.

—El rey la espera, su santidad.

Merss asintió y entró con gracia.

Lucian Octavo estaba sentado en un sillón de terciopelo carmesí, con una copa de vino en la mano. Su cabello plateado reflejaba la luz de la chimenea, dándole un aire majestuoso.

—Cierra la puerta, Santa.

Merss obedeció y se inclinó profundamente.

—Su majestad, es un honor.

El emperador la observó con intensidad.

—Levanta el rostro, Santa.

Ella lo hizo, manteniendo su expresión serena.

—He escuchado muchas cosas sobre ti… —Lucian hizo girar el vino en su copa—. Demasiadas, de hecho.

Merss permaneció en silencio.

—Dime… —continuó el emperador—. ¿A quién sirves realmente?

La pregunta la tomó por sorpresa. Por un instante, la voz de Vered resonó en su memoria, diciéndole que fuera fuerte. Pero también recordó la advertencia del Papa.

Respiró hondo y bajó ligeramente la cabeza.

—Sirvo a Vered, su majestad… y a la iglesia.

Lucian sonrió con frialdad.

—Eso pensé.

Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa.

—Mañana te presentaré formalmente ante el pueblo del Imperio Dorado. Pero antes… quiero que seas sincera conmigo.

Merss sintió que su corazón se aceleraba.

—Por supuesto, su majestad.

El emperador la miró con una mezcla de interés y seriedad.

—¿Eres feliz, Santa?

La pregunta la desarmó.

—soy feliz sirviendo a los demás, su majestad...ese es mi destino

Lucian la observó en silencio por un momento. Luego sonrió, pero sus ojos reflejaban una duda profunda.

—Eso suena más a resignación que a felicidad.

Merss mantuvo su expresión serena.

—Si ese es el caso, entonces es una resignación bendita, su majestad.

El emperador soltó una leve risa y se recostó en su asiento, observándola con más interés.

—Eres distinta a lo que imaginaba. Dicen que eres la Santa más poderosa en siglos… y, sin embargo, estás hablándome como una muchacha sumisa de la nobleza.

Merss no respondió. ¿Qué debía decir? ¿Negarlo? ¿Afirmarlo?

Lucian bebió un sorbo de vino antes de continuar.

—Dime, Santa… ¿Tienes miedo del Papa?

Merss sintió un escalofrío recorrer su espalda. No podía responder esa pregunta.

—Su eminencia es el líder de la iglesia… y yo le pertenezco.

Lucian la miró con más intensidad.

—Eso no fue una respuesta.

Merss sintió que él realmente veía más allá de su máscara.

Lucian suspiró y se puso de pie, acercándose hasta quedar a solo unos pasos de ella.

—Mañana, cuando estés de pie junto a mí, observa bien a mi gente. Porque serán ellos, no la iglesia, quienes decidan si realmente eres la Santa que este imperio necesita.

Merss sintió un peso en el pecho. ¿A qué se refería el emperador?

—Puedes retirarte, Santa.

Merss se inclinó con elegancia y salió de la habitación, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que alguien había sembrado una duda en su corazón.




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