Fenix de Vered: Historias de Merss

24

Al salir de la sala, el Papa observó a Merss con una expresión gélida. Había visto la duda en sus ojos.

—Sígueme.

Su tono no dejaba lugar a réplica. Merss bajó la cabeza y caminó tras él, sintiendo cómo el peso del aire se volvía insoportable. A ambos lados, dos figuras vestidas con armaduras negras y máscaras sin rasgos la escoltaban en silencio. La Selección Negra del Papa, los más leales y despiadados ejecutores de su voluntad.

Ellos no hablaban. No cuestionaban.
Solo obedecían.

Merss lo sabía muy bien. Cuando ellos la seguían, siempre significaba lo mismo.

Castigo.

Al girar en un pasillo lateral, vio una puerta de madera oscura con relieves dorados. Afuera, Latael estaba de pie, firme, con la mirada al frente. Su rostro era inescrutable, pero sus puños cerrados traicionaban lo que sentía.

El Papa se detuvo un momento frente a la puerta y miró a Latael de reojo.

—Ya sabes qué hacer.

Su voz era un susurro venenoso.

La puerta se cerró con un sonido seco, y Latael apretó la mandíbula. Sus dedos se crisparon, y por un instante pareció a punto de moverse… pero no lo hizo.

—¿No vas a entrar?

Latael se giró con brusquedad. Frente a él, apoyado con aparente desgano contra la pared, estaba el príncipe Ludian.

El cardenal tragó saliva y bajó la cabeza con rigidez.

—Príncipe Ludian… Yo…

—Shhhh…

Ludian levantó un dedo y se llevó una mano a la oreja con una sonrisa astuta.

—Voy a escuchar.

Latael sintió un escalofrío recorrer su espalda. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, mientras el sonido del interior de la habitación comenzaba a filtrarse por la gruesa madera de la puerta.

Y con cada segundo que pasaba, su odio hacia la iglesia solo crecía más y más.

Dentro de la habitación, el aire se volvió denso. Merss sabía lo que venía, pero su corazón nunca dejaba de latir con fuerza cuando se encontraba ahí, en ese espacio cerrado, rodeada por esas figuras silenciosas y sin rostro.

Adriano se sentó en un sillón lujoso y la observó con una sonrisa de satisfacción.

—Tuviste una conversación interesante con el emperador.

Merss se arrodilló al instante, inclinando la cabeza.

—Perdóneme, su eminencia, solo respondí como usted me ha enseñado.

El Papa chasqueó la lengua.

—Dijiste demasiado poco… y demasiado a la vez.

Se levantó lentamente, acercándose a ella, y le tomó el rostro con una fuerza que la obligó a levantar la mirada.

—No debes pensar, no debes dudar. Solo debes ser mi santa perfecta.

Merss tragó saliva.

—Sí, su eminencia.

—Entonces, demuéstramelo.

Hizo un leve gesto con la mano, y los dos soldados enmascarados se acercaron.

Merss sintió el terror apoderarse de ella, pero no se movió. No debía. No podía.

Los guantes de cuero negro la sujetaron de los brazos. Sintió cómo la levantaban y la empujaban contra la fría pared de piedra. El castigo comenzaba.

Fuera de la habitación, Latael no se movió, pero su mandíbula estaba tensa. Lo sabía. Sabía lo que estaba ocurriendo.

Ludian observaba la puerta con el ceño fruncido.

—¿Esto ocurre seguido?

Latael no respondió.

Ludian lo miró fijamente.

—¿Siempre la castigan de esta forma?

Latael finalmente habló, con la voz dura y contenida:

—La Santa pertenece a la iglesia. No es mi lugar cuestionarlo.

Ludian entrecerró los ojos y apoyó una mano en la empuñadura de su espada.

—No, claro que no. Pero si el mío.

Latael sintió un escalofrío. ¿Qué significaba eso?

La atmósfera dentro de la habitación era densa, cargada con el peso de lo inevitable.

—Espalda a la pared y brazos al frente.

La voz de Adriano era suave, casi amable, pero Merss sabía lo que se escondía detrás de su tono. Obedeció al instante, con la mirada baja y las manos extendidas.

El Papa sonrió.

—Levanta tus mangas. No queremos que se ensucien.

Con dedos temblorosos, Merss obedeció. Su piel pálida quedó expuesta bajo la luz de las velas. Uno de los soldados enmascarados desenvainó su espada con un sonido metálico.

—¿A quién perteneces?

El filo descendió.

Un tajo limpio cruzó su brazo. La sangre brotó en un instante, caliente y espesa.

—A la iglesia… ugh!

Pero antes de que una sola gota tocara el suelo, su carne comenzó a regenerarse, cerrando la herida sin dejar rastro.

—¿A quién sirves?

Dos cortes más, más profundos esta vez. El dolor ardió en su piel como fuego, pero Merss solo respiró hondo, conteniéndose.

—A usted, al Papa… ahh!

Su cuerpo temblaba, pero no se movió.

Adriano observó con satisfacción la escena.

—Arrodíllate.

Su voz se tornó más dura, más exigente.

Merss cayó de inmediato, sus rodillas golpeando el suelo con un sonido seco.

—Extiende tus manos.

Obedeció sin rechistar. Apenas apoyó las palmas en el frío suelo de piedra cuando sintió el impacto.

El acero atravesó su mano con brutal precisión.

Merss ahogó un grito, su respiración se cortó, pero no dejó que una sola lágrima cayera. La sangre se filtró entre sus dedos, pero ella no se movió.

Adriano se inclinó, tomando su cabello con fuerza, obligándola a mirarlo a los ojos.

—No olvides tu posición. No creas que por estar frente al emperador tienes derecho a la desobediencia.

El soldado retiró la espada de golpe. Un nuevo brote de sangre manchó el suelo antes de que su piel volviera a cerrarse como si nada hubiera sucedido.

Merss respiró entrecortadamente, pero cuando alzó la mirada, su sonrisa seguía ahí. Suave. Serena. Como si nada de esto le afectara.

—No me atrevería… yo sirvo a usted, su eminencia.

Adriano la observó con una mezcla de satisfacción y asco.

—Así me gusta.

Se incorporó y salió de la habitación, sus soldados siguiéndolo en silencio.

Pero ellos no eran los únicos testigos.




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